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EDITORIALA

Sin nostalgia, con memoria y perspectiva crítica, y con ambición social y nacional de cara al futuro


El próximo martes, 12 de septiembre, se cumplirán 25 años del Acuerdo de Lizarra-Garazi. Eran tiempos convulsos, con atentados, razias y torturas, cierres de medios de comunicación, polarización… En medio de aquella atmósfera, un pacto que reunía a los partidos PNV, HB, EA, IU-EB, AB, Zutik y Batzarre, a los sindicatos ELA, LAB, EHNE, ESK, STEE, ES e Hiru, junto con diversos movimientos sociales, suponía un balón de oxígeno.

El éxito del proceso de paz irlandés ofrecía un marco ilusionante y adaptable al conflicto político vasco. La sociedad lo vivió mayoritariamente con esperanza. La tregua de ETA alimentó la percepción de que una resolución negociada era factible. Por el contrario, el unionismo autoritario lo vivió con ansiedad. En Madrid, el jacobinismo castizo tuvo un resurgir y los poderes del Estado, forjados en la contrainsurgencia, siguieron empujando para hacer de «disidencia» y «terrorismo» categorías equivalentes.

Estos días se ofrecerán explicaciones sobre el fracaso de aquella experiencia. Hasta de las más parciales e incluso erróneas lecturas se podrá extraer alguna lección. El caso es que los procesos políticos posteriores, así como las fortalezas y debilidades de la nación vasca en la actualidad, son incomprensibles sin tener en cuenta el Acuerdo de Lizarra-Garazi.

LAS ALAMEDAS DE LA CIUDADANÍA VASCA

Sin ánimo revisionista y sin hacerse trampas al solitario, siempre es interesante hacer balance de las posturas mantenidas entonces por unas fuerzas y otras, del desarrollo de los debates que han marcado el devenir del país, de tantas cosas que han cambiado para siempre y de las constantes que perduran.

No se trata de un ejercicio intelectual o de nostalgia. El país que hay que diseñar, articular, construir, negociar y refrendar hoy en día debe tener en mente sobre todo a las personas que han nacido y venido a vivir a Euskal Herria en y para este siglo. Es ley de vida, y es norma de la militancia política que el legado se construye ahora para la ciudadanía futura.

En medio de retos civilizatorios, los debates de país van más allá de legislaturas y adquieren estatus generacional. Desde esa perspectiva hay que afrontar las leyes educativas, la igualdad, los retos demográficos, el reforzamiento de la sanidad pública, la biodiversidad, la soberanía alimentaria y energética, la articulación territorial, el desarrollo de la lengua y la cultura vasca… Se puede llamar a esto construcción nacional o política a secas, pero en todo caso tendrá que partir de la voluntad democrática y de los intereses de las mayorías sociales.

Después de deshacerse ETA y del referéndum en Catalunya, la carga de la prueba democrática sigue estando sobre el Estado español y sobre el unionismo. Si un proyecto es pacífico y democrático como el independentismo en Catalunya, Euskal Herria o Galiza, no se puede negar a las y los independentistas una vía legal y democrática sin convertirlos en una ciudadanía de segunda. El supremacismo español es indefendible desde un punto de vista democrático. Que una mayoría social no pueda desarrollar su proyecto y que una minoría pueda imponer el suyo no es políticamente sostenible. Perseguir a esos movimientos y reprimir a sus militantes por defender una causa legítima mina las bases del estado de derecho. La venganza no puede regir las leyes. No hay derecho.

La solución a estos conflictos políticos se debe dar a través del diálogo, reconociendo y respetando la voluntad mayoritaria de la sociedad. Entre otras muchas cosas, Lizarra-Garazi reunía esos principios de sentido común, un carril central del que a la sociedad vasca solo la desvían por medio de la violencia. Recomponer esa fortaleza democrática, acordar una agenda de país y construir liderazgos compartidos será crucial para impulsar este nuevo ciclo político.