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JOPUNTUA

Cómplices


Colocado en el tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo, y les digo que tengan la certeza de que la semilla que entregamos a la conciencia de miles de chilenos, no podrá ser cegada definitivamente...». Se cumplen hoy 50 años desde que Salvador Allende pronunciara esta frase, parte del discurso que dirigió a la nación chilena a través de Radio Magallanes, horas antes de morir en el asalto militar dirigido por Augusto Pinochet al Palacio de la Moneda.

Allende se negó a abandonar el palacio, no solo ante las exigencias de los militares golpistas, sino desoyendo también el consejo de quienes, desde su ámbito más cercano, le proponían liderar el gobierno legítimo y la resistencia desde los barrios populares de la ciudad con apoyo internacional. Se negó. Mantuvo firme su promesa, saldría al final de su mandato o muerto: «nunca seré expresidente, moriré siendo el presidente constitucional de Chile». Fue encontrado muerto en el Salón Independencia, junto al AK-47 que le regalara Fidel Castro, mientras el edificio ardía en llamas. Moría Allende y moría la democracia en Chile.

A partir de ese momento los partidos de la Unidad Popular fueron objeto de una persecución implacable. Sus dirigentes y militantes más destacados fueron encarcelados. Se abría un periodo negro de la historia de Chile, 17 años de dictadura, de secuestros, torturas y asesinatos sistemáticos. Miles de cadáveres, miles de desaparecidos. Un genocidio en toda regla por orden de un depredador llamado Pinochet, que murió en 2006 sin haber sido juzgado por sus innumerables crímenes. 50 años después, en Chile reviven la ignominia. «Yo justifico el golpe militar», afirmaba en julio el diputado Jorge Alessandri, una de las voces de la ultraderecha chilena. El presidente del Consejo Constitucional, Luis Silva, del ultraderechista Partido Republicano, ha dicho que el dictador fue un «estadista» y una diputada del mismo partido sostiene que la violencia sexual ejercida contra las prisioneras políticas en dictadura es una «leyenda urbana». Son cómplices. Las víctimas merecen que no queden impunes, como lo hizo Pinochet.