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KOLABORAZIOA

Los discursos mentirosos


En el difícil tiempo de la escuela, cuando teníamos unos diez años, a los niños les dio por llamarnos tontas a las niñas. Según ellos, las niñas éramos más tontas que ellos porque sí. Tontas, sin más. Las niñas sois tontas. Nosotras contestábamos indignadas, llamándoles tontos a ellos. Los tontos sois vosotros. Y así nos insultábamos en el recreo o a la menor ocasión. Pero nosotras estábamos muy lejos de hacerlo con su misma fuerza y certidumbre. Y ya parecía que, a base de insistir y de mostrar absoluta seguridad y superioridad, ellos nos iban a terminar por convencer y acallar.

Mas la cuestión era que las niñas sacábamos mejores notas, y eso todos nosotros lo sabíamos bien. Sin embargo, los niños se las arreglaban para hacernos ver que ello solo se debía a que no tenían ganas de molestarse en estudiar. Por lo visto, tenían la carrera ganada desde el pistoletazo de salida y preferían dedicarse a hacernos burla. Sin duda, todo lo que se respiraba en el ambiente les daba la razón.

Riñas e insultos lanzados entre los dos bandos de niños y niñas conviviendo en una misma aula se volvieron, pues, algo habitual, a pesar de que los enemigos demostraban asimismo tenerse cierta estima jugando juntos de vez en cuando. En cualquier caso, nuestros desacuerdos sobre los diferentes grados de inteligencia llegaron un día a oídos de un profesor que decidió dirimir la discusión. Desde la altura de su mesa se puso a sentar cátedra para que entendiéramos, de una vez por todas, de qué iba el asunto.

Algunas niñas que se esfuerzan mucho pueden llegar a ser tan inteligentes como los niños -comenzó diciendo en tono solemne y parsimonioso, mientras todos nosotros le escuchábamos con atención-. Luego hizo una corta pausa para dar mayor énfasis a lo que venía a continuación. Ahora bien, entre las mujeres nunca se da ninguna que destaque especialmente, o que sea un genio. Eso es imposible.

Me quedé en blanco. No se me ocurrió nada con lo que poder rebatirle, siquiera en mi interior. Sentí una tristeza enorme. Después aquel hombre, tras quedarse pensativo unos instantes, quiso aportar una prueba irrefutable para zanjar el tema dirigiéndose a nosotros con una pregunta decisiva: ¿O acaso alguno de vosotros sabe de alguna mujer genial que haya existido en la Historia?

Esto sobrepasó nuestras posibilidades. A esa edad tampoco es que se conozcan muchos genios. A mí, por ejemplo, mi madre me había contado de alguno. Ella, que tenía capacidades musicales extraordinarias, no había podido estudiar música por culpa del patriarca de mi abuelo, como supe más tarde. Y, entre otras cosas, compensaba su decepción vital hablándome a mí de los músicos que amaba. Me cantaba melodías para decirme entusiasmada que eran de Mozart, niño prodigio, o Beethoven, genio desgraciado. Por otra parte, yo había escuchado también a mi padre hablar de Sócrates: admiraba que un hombre tan sabio como él hubiera preguntado en sus últimas palabras por una deuda que quería dejar pagada. Aunque yo no terminaba de entender la preocupación de Sócrates en el momento de la muerte por el gallo prestado, deducía de la expresión de mi padre que había sido un personaje genial.

Bueno, ya se me habían ocurrido tres genios y los tres eran, efectivamente, hombres. Todavía me vinieron otros nombres famosos a la cabeza, sin darme cuenta exactamente en qué consistía su genialidad: Picasso, Cervantes, Einstein... Esto era todo. Verdaderamente, no había ninguna mujer entre los genios.

Reconocí que el profesor tenía razón. Todas nosotras debimos de reconocerlo mientras callábamos desarmadas. Fue un duro golpe aceptar que ser niña tenía limitaciones terribles y que estábamos predestinadas a la inferioridad de por vida. Los niños, por su parte, entendieron ahora, por boca del profesor, que aquello que pensaban de nosotras sin saber siquiera por qué, tenía su base científica y demostrada. Y que, tal y como decían para hacernos rabiar, siempre seríamos, por definición y sin escapatoria, más tontas que ellos.

En ese momento, yo no estaba en condiciones de imaginar, ni por lo más remoto, que los hombres habían impedido a las mujeres, sistemáticamente y por la fuerza, no solo ser genios, sino en su día incluso ir a la escuela, como íbamos nosotras. Ni podía aún sospechar que si, a pesar de ello, alguna mujer había conseguido despuntar en algo, los hombres habían tratado por todos los medios de ocultarlo, borrándola de la Historia: el argumento de la inexistencia de mujeres geniales era una pescadilla que se mordía la cola.

En fin, tras la intervención del profesor, los dos bandos dejamos de llamarnos mutuamente tontos. Se aceptó la victoria de los niños. Pero también que, sin poder ser nunca genios, a las niñas sí nos estaría dado alcanzar al menos cierto nivel intelectual, caso de que nos empeñáramos.

Con todo, algunas no olvidamos la lección de ese día. Y dar una respuesta a los niños que nos tenían por tontas demostrándoles lo contrario y desmontando este como otros discursos mentirosos o verdades de barro en que se instala la sociedad, se convirtió para nosotras a la larga en un desafío.