¡Qué nerviosos están!
A estas alturas de la vida, tenemos bastante claro que las palabras no son inocentes, que tras ellas hay siempre una intencionalidad determinada, y que lo verdaderamente importante no es el término empleado sino su correspondencia con la realidad. El lenguaje no es neutro, sino lo contrario. A veces nos intentan hacer creer que hay demasiada palabrería en el discurso, que quienes lanzan las proclamas tienen la necesidad de rellenar un guion quizás extenso, aprovechar la ocasión. Pero las palabras definen a su autor.
Por eso, hay ocasiones en las que la utilización de algunos vocablos nos enoja con particular intensidad porque toca fibras sensibles de nuestro compromiso político. El señor Urkullu, con sus «muletillas», ha denunciado un simple aplauso emocionado del señor Otegi a unas declaraciones sinceras de un remero de Urdaibai. Al lehendakari de la CAV le hemos escuchado, a través de una entresaca en un editorial de su periódico, una soflama rotunda, la de que «desmiente todo compromiso ético formalmente proclamado contra la violencia cuando aplaude el ensalzamiento público de personas condenadas por practicarla, atribuir sin empacho la condición de preso político a los condenados por terrorismo».
La lectura de sus manifestaciones no tiene fisuras. Dice lo que quiere expresar. Algo, por cierto, nada nuevo ni tampoco exclusivo de su persona ni del partido al que representa. Al menos en esta última época. Porque si volvemos un tramo hacia atrás, observamos que otros miembros de su partido, o el EBB que en cierta ocasión dirigió, manifestaron justamente lo contrario. Ahora que se han cumplido 25 años del Acuerdo Lizarra-Garazi, no estaría demás que su memoria se activara. Para recordar que su formación formó parte de un colectivo llamado Batera dedicado precisamente a la reivindicación de los derechos de los presos políticos y que afeó a Aznar, a cuyo gobierno el PNV había apoyado en la legislatura inmediatamente anterior, por utilizar a los presos vascos como colectivo al que aplicaban una «venganza política».
Quizás aquella fue una época distendida, y Urkullu y sus colegas se tomaron unas licencias de las que ahora se arrepienten. Así que volvamos cinco años antes del Acuerdo Lizarra-Garazi para recordar la posición de su partido, expresada a través de su secretario general. Ya sabemos que, con la deriva actual, a Urkullu le da calambre acordarse de su antecesor en el EBB, Xabier Arzalluz. El jelkide no era precisamente un portavoz de la izquierda abertzale, a la que tenía constantemente en su punto de mira dialéctico. Fue artífice del pacto de legislatura PNV-PP, el PP de Aznar, además, el más ultra. Pero sabía en qué terrenos se movía. Fue de Arzalluz la reflexión de «ETA no es la banda del Tempranillo, sus móviles no son los mismos y actúa con motivación política». Ergo, si sus objetivos son políticos, sus militantes, presos incluidos, lo son también. Más aún: «Yo entiendo a las familias de los presos, porque son presos que se han lanzado a una determinada disputa política frente a un Estado que tiene sus códigos y a mí me encantaría verlos a todos en la calle».
Una semana después de Urkullu, Koldo Mediavilla, gurú donde los haya, ha vuelto a incidir en el mismo concepto: no hay presos políticos, sino delincuentes, terroristas... seguidores del bandolero Tempranillo. Presos «apolíticos», tal y como se define ese sector de la Ertzaintza con la apostilla de «asindical». Mediavilla enfangando el terreno, mezclando el escenario, y acusando a sus rivales de embarrar a su partido. Siempre la paja en el ojo ajeno aplicando la máxima de Garzón del «todo es ETA». Léanlo en su crónica sabatina (“Vuelta la burra al trigo”) porque no tiene desperdicio: Andueza (PSOE), Otegi, ELA, LAB, trabajadores en huelga, euskara... etarras en potencia.
¿Qué les pasa? ¿Por qué están tan nerviosos? ¿Por qué cargar contra los cientos, miles de vascos que hemos sido torturados y pasado por las prisiones, condenados de una u otra forma por nuestro compromiso con Euskal Herria? ¿Por qué se han realizado las mayores manifestaciones en este país de toda la historia en favor de los presos políticos vascos? ¿Por qué se han llenado durante decenas de años las plazas, calles de nuestros pueblos para recibir a los militantes vascos?
La correspondencia de sus palabras nos descifra que hay mucho nerviosismo ante el inicio de otra campaña electoral hasta las elecciones autonómicas vascongadas y una manera de ir calentando su Alderdi Eguna, al que miran con preocupación tras el pinchazo del año pasado.
Es cierto que vivimos en una sociedad bastante menos ideologizada, más individualista, con demasiados egos, que lo de ayer hoy es viejo. Pero no se puede tratar a esta sociedad con ese «infantilismo». La cuestión es que ven que el independentismo avanza en términos electorales, sumando votos elección tras elección, con presencia en casi todas las instituciones, con discurso coherente y alternativas.
Tapar sus problemas con cortinas de humo, clamar al cielo por su «virtud perdida» aquella que le hacía aparentar ser el gestor del «oasis vasco», intentar expandir de nuevo la sensación de que aquí no ha pasado nada con su gestión, no cuela. Esa reflexión es la del perdedor, la del de la huida hacia adelante. La burra al trigo.
Su nerviosismo viene de su nostalgia, la de aquellos tiempos donde la gestión era patrimonio exclusivo jeltzale. Cuando su bilateralidad ha saltado por los aires y han pasado a ser uno más en el escenario político. Porque su pérdida de relevancia, asimismo, deteriora el autonomismo y, por el contrario, refuerza la alternativa independentista. Aún no han percibido que estamos en 2023 y que aquello del «sano regionalismo» únicamente lo defienden los unionistas y, entre ellos, también otros nostálgicos, de un signo, por cierto, que aterroriza. Elijan bien las palabras y sus intenciones, porque intentando pescar en el caladero de la derecha montaraz, al final saldrán escaldados.