Plomo en los pulmones
Para los que hemos interiorizado y ejecutado planes sindicales o representativos de la clase trabajadora a menudo ha existido un componente romántico y hasta escolástico a la hora de entender que nuestra actividad tenía mucho que ver con poseer un oído superlativo, una corporalidad casi espartana y un corazón habitado por miles de cerberas solidarias que defendían un infierno de color y protesta ante las garras del Capital y sus tentáculos. Los distintivos genéricos luditas, el cartismo, la ILGWU, los movimientos societarios, se constituyeron, a lo largo del tiempo, en baluartes para configurar y establecer la alternativa que necesitaba un sistema histórico opresor y donde la clase trabajadora se veía expuesta al juego dramático del abandono, la marginalidad, y a una explotación de facto cargada de heroicidad.
Con el nuevo ajuste contemporáneo, el papel del sindicalismo realzó su sesgo más participativo y dinámico con una labor encomiable, no siempre valorada, de aquellos sindicatos que no comulgaban con los procedimientos sindicales corporativos, que muchas veces negociaban a espaldas de los y las trabajadoras amparados en una nocturnidad bajo firma y con cargo posterior. Tan cierto como real.
A día de hoy, la estructura sindical admite una mezcla singular de labor hormiguera en sedes y juzgados, una puesta de largo que necesita de la calle para hacerse visible y vocera, realizando triples y hasta cuádruples piruetas sin red, creando líneas ágiles que te obligan a fijar un método funcional, valorando complicidades, gestionando procederes huidizos e incluso celebrando, con cierta resignación, la inevitable ensalada de inercias e improvisaciones que alguna vez alteran lo que parecía inalterable.
El sindicalismo actual tiene ante sí un reto estructural: concitar y conciliar aspectos comunes de clase, denunciando máximas taylorianas de lo que es productivo y competitivo, haciendo de los y las trabajadoras meras ejecutantes en una cadena de producción a la carta, volviendo al “Tiempos Modernos” chapliniano (¡1936!) y perturbando un supuesto equilibrio que no trae más que brecha, precariedad y beneficios empresariales escandalosos.
Abordamos con optimismo no fingido un quehacer sindical rejuvenecido y hasta irreverente que necesita ser tenido en cuenta por su frescura, su pizpiretismo amueblado, con una dosis de mala leche contenida que ni la mismísima Emma Paterson imaginó. Sí parece que el viejo sindicalismo económico e ideológico está dando paso a una praxis más socializada de la ejecutoria obrera, más integradora y feminista, recogiendo sensibilidades que en otras épocas no tuvieron visibilidad porque estaban expuestas a un olvido de manual y que hoy tienen en el sindicalismo peleón un hueco preferente y primordial para entender los nuevos objetivos.
Woody Guthrie, Pauline Newman, Evaristo Páramos, LAB-love y hasta Ska-P (Vallecas-Vallecas), con su vals del obrero (recomendable), nos abrieron los ojos y nos estimularon el grito para decir aquello de «no quiero tus millones, señor» y con ello concienciarnos en una práctica que precisaba ser reivindicada y hasta coreada.
En el imaginario sindical apenas hay lecciones magistrales, ni siquiera literatura de culto donde agarrarnos. Sobre un argumentario fútil, la historia de la clase obrera siempre se ha escrito con letras hechas de alambre y plomo en los pulmones, manos curtidas y voces compartidas. Creo que no damos para más, pero seguro que es suficiente.