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Erice: «El cine es el arte del siglo, arte popular; hoy ha desaparecido»

Un emocionado Víctor Erice recogió el Premio Donostia de manos de Ana Torrent. Fue en el Teatro Victoria Eugenia, en el mismo escenario donde 50 años antes habían presentado “El espíritu de la colmena”, merecedora de la Concha de Oro. Fue un día de emociones para el realizador, a quien se le saltaron las lágrimas al recordar a Jorge Oteiza.

Víctor Erice alza, emocionado, el Premio Donostia en el Teatro Victoria Eugenia. (Jon URBE | FOKU)

Emocionado y abrumado, con la platea puesta en pie, Víctor Erice dio las gracias por el galardón. «Crecí como espectador de películas. El Teatro Victoria Eugenia no es solo el lugar donde recibí la Concha de Oro, también es uno de los cines de mi infancia. Si cierro los ojos, me veo una butaca disfrutando de películas que jamás olvidaré», confesó.

También recordó su traslado a Madrid «para aprender el viejo oficio del cine». «El cine es el arte del siglo, arte popular, como fue durante gran parte de su historia; hoy, por desgracia, ha desaparecido».

«He visto nacer y crecer el festival, surgido de la nada a iniciativa de un grupo de comerciantes donostiarras. Este tipo de certámenes son ventanas abiertas al mundo, y el de Donostia lo cumplió como nunca en tiempo de sus orígenes, vigilado por la censura de la época, víctima de sus prohibiciones», dijo.

«Sé lo mucho que supuso para cinéfilos del Cine club de San Sebastián, colaboradores del certamen como Javier Aguirre, Anton Eceiza, Elías Querejeta, Santiago San Migel, José Luis Ejea e Iván Zulueta. Soy uno de los supervivientes del grupo», afirmó.

Tuvo una emotiva mención para sus padres -«me dieron la posiblidad de irme a Madrid, nunca teminaré de agradecerles»-, a su hermana -«me llevó al cine de su mano»-, a su hijo Pablo y a su esposa Cristina. Con un sentido del humor e ironía que para sí quisieran muchos, y con la perspectiva que le otorgan sus 83 años, horas antes había respondido generosamente a las preguntas de los periodistas. Una rueda de prensa que se convirtió en una verdadera masterclass en torno a la vida y a la creación artística.

Llegó enfundado en unas gafas oscuras y luciendo una camiseta de los hermanos Lumière. «Desconfío de la leyenda épica que existe sobre mí». «Los medios de comunicación han hablado de esta película como mi ‘obra testamentaria’. No tengo otro horizonte que el Museo de Cera... Comprenderán que me resista», dijo entre risas. «Y no es verdad que llevo 30 años sin hacer nada, he hecho cortometrajes, videoinstalaciones...», subrayó.

Recuerda perfectamente la noche en que recibió la Concha de Oro. «La mitad del cine pateaba y la otra mitad aplaudía, lo cual era un índice de su vitalidad y de que fue una película hecha a contra tiempo, o contra el tiempo, para lo que eran las pautas y convenciones del cine del momento».

Entre los intérpretes de su última obra cabe destacar la presencia de Manolo Solo, José Coronado, la propia Ana Torrent y Petra Martínez, Mario Pardo y María León, entre otros. «Yo estoy en todos mis personajes, hasta en las monjas», admitió. «Tiendo a hablar de cosas que conozco, no he tenido más horizonte vital que el que se me ha permitido descubrir. El mío es cine autobiográfido, especialmente ‘La morte rouge’, donde también soy narrador».

El hecho de estar en el Kursaal hizo que afloraran sus recuerdos de niñez, ya que fue en el Gran Kursaal -Donostia fue testigo de su niñez y primer juventud- donde el pequeño Víctor vio por primera vez una película, experiencia que narró en dicha obra.

EL ARTE COMO SANACIÓN

Ensalzó la sanación como una virtud del arte en general. «Los cuadros, la música... de repente irrumpen en nuestras vidas y nos modifican. Tras pasar por la experiencia de algún modo somos distintos, hemos crecido en conocimiento. La misión de sanar fue la reivindicación de uno de los más grandes artistas vascos, Jorge Oteiza», recalcó, emocionado hasta las lágrimas. «Consideraba que el arte debía tener esa función para que a partir de eso pudiera dedicarse a la enseñanza. Ese era su propósito y eso implica un proceso de sanación. Él decía que la mayoría de los personajes vascos eran mutilados, como Iñigo de Loiola y Lope de Agirre».

A Oteiza lo conoció muy joven. Recordó una de sus frases, ‘el arte debe morir para que el hombre viva’. «Se enfrentaba al gran reto del siglo XX, la muerte del arte, algo que afecta a todas las disciplinas. Él pensaba que hoy no hay una educación que tenga función social si no es capaz de integrar la estética. Faltaría la pieza fundamental. El arte ha sido elemento fundamental de grandes maestros a los que yo no les llego ni a la suela de los zapatos», afirmó. También tuvo palabras para Buñuel. «Mi generación ha vivido la desaparición de maestros como Buñuel. Podía haber sido el padre de nuestra cinematografía pero casualidad, estaba en el exilio», señaló con ironía. Y recordó a Abbas Kiarostami. «Más allá del hecho cultural, en el cine encuentro elementos de fraternidad. Lo he sentido con Abbas Kiarostami. La relación que mantuvimos a través de cartas -fueron el germen de una exposición en 2005- fue esencial. Es el cineasta más importante que ha existido a partir de los años 90. Y es un honor considerarme su amigo», reconoció.

REPRODUCIR LA EXISTENCIA

Ha sido «la más convencional de las necesidades, la reproducción de la existencia», el resorte creativo que lo ha empujado a realizar este filme.

«Para mí y la gente de mi generación el cine en unos tiempos de miseria, de falta de libertades elementales, nos permitió ser ciudadanos del mundo, pudimos elegir a maestros cineastas repartidos por el mundo sin estatuto de artistas. Es algo extraordinario, porque yo creo mucho en la creatividad de artistas sin conciencia de estar haciendo arte. Yo no lo tengo, esa es la aventura de la creación», dijo.

Es como concibe el rodaje, como una aventura. «El azar contribuye a mejorar lo que uno ha escrito. La película es un organismo vivo que en todas las fases debe incorporar factores de creación o recreación. Que no sean procesos inertes», señaló. Se congratuló por haber podido improvisar en todos sus proyectos.

«Hace tiempo se decía que una película ‘tenía mensaje’ para remarcar su calidad. Si uno va cargado de mensajes es devorado por los mismos. Lo interesante es no saberlo. ¿Para qué hacer una película si uno sabe de antemano el mensaje? Si la creación artística se ejerce como una aventura, el autor comprende por qué lo ha hecho al final de experiencia». Huye de la nostalgia, aunque lamenta que del proyecto original de los hermanos Lumiére solo queda hoy la sala de cine. «Antes ver películas era una actividad en conjunto de la sociedad, encontraba a los demás, era una experiencia ciudadana compartida. Ahora se ven en la privacidad doméstica, y no es lo mismo. Las fuerzas que dominan la economía del cine hacen que nos quedemos en nuestro rincón, yo reclamo experiencia pública. En el teatro del Gran Kursaal, adaptado para el cine, la sala estaba estratificada. Se percibían las clases sociales. Hoy el audiovisual vive en una burbuja. Las películas hoy se hacen de otra manera, es otro mundo, el del audiovisual», dijo, diferenciándolo claramente del acto de hacer cine.

Compartió con los periodistas que el personaje de Max está inspirado en un amigo suyo coleccionador de cintas de cine. «El 90% de las películas realizadas hasta ahora están en soporte fotoquímico y pasarlas al digital implica un gasto importante que no todas las instituciones pueden asumir. El personaje tiene latas y ya no hay proyectores», reflejo de la realidad.

«En la película se puede escuchar un sonido ya desaparecido, el del rodillo de la película girando. No es exaltación ni nostalgia, es levantar acta de algo que termina y que hay que afrontar. Esa es tarea de los jóvenes, es un desafío crear imágenes en un mundo con gran polución de imágenes. Lo tienen más difícil que yo cuando era aprendiz de cineasta», agregó. Erice mantiene un estrecho contacto con los jóvenes en los talleres que imparte. «Muy excepcionalmente utilizo mi propia obra, sino la de otros. Son experiencias cinematográficas ejemplares, mucho más que las mías. Hay una quiebra en la transmisión. Mi generación ha sido derrotada políticamente en cantidad de ocasiones. ¿Dónde está la excepción cultural? Que el cine y el arte no haya sido admitido sino por la puerta de atrás en las aulas....», criticó.

Consciente de que el mundo ha cambiado extraordinariamente desde 1973, fecha en la que dirigió “El espíritu de la colmena”, defiende que «hay un elemento primordial de comunicación, la emoción. Es algo que impregna la conciencia del espectador, a quien tengo el mayor de los respetos. Siempre solicito al espectador que haga suya mi película».

Jose Coronado afirmó que ha sido «un privilegio trabajar al lado de un gran maestro y gran persona». Destacó de él «su autenticidad y honestidad. Muestra respeto al espectador al no darle nada masticado, invitándolo a la aventura. Y los actores nos lanzamos a ella. Te entregas a él, el único que sabe hacia dónde va al arco del personaje y disfrutar. Me pidió el despojamiento radical de mi persona y de mi ser y no es algo fácil. Olvidarte de lo aprendido y saltar al ruedo sin artificio», confesó.