«Barbie»
Conocemos desde los tiempos ignotos a partir de Guy Debord, que el espectáculo está mezclado con la realidad que irradia la transformación de lo real como una mercancía y como una representación. La película “Barbie” cumple a la perfección lo sostenido por este intelectual que se vio aplastado por este espectáculo integrado, grotesco y real a la vez, para escoger el único camino que su sensibilidad y su coherencia le dictaba, que no fue otra cosa que el suicidio para poderse evadir de este mundo putrefacto en el que vivimos.
La película es un producto típico de la civilización homogeneizadora y cosmopolita que nos atenaza y nos impide pensar en otro marco mental: el éxito y las ganancias económicas. No hay artículo en la prensa que no se escriba del gran negocio de la película. Un pobre comentario que impide traspasar esta barrera que refuerza la separación del hombre con lo real y entre los mismos seres humanos. La sociedad está desposeída para contribuir a una razón colectiva, ya que el discurso mediático es un incesante pasaje circular que crea una raíz psicológica de adhesión general. Por ello, doy gracias a los pocos Estados que han tenido el valor de prohibir su exhibición. Aunque en absoluto comparto esta medida, ya que sin humor es imposible sobrevivir en la actualidad.
He de confesar que jamás hubiese pensado que iría a ver esta obra de arte, pero la calle es mi fuente de inspiración permanente. Este verano escuché un comentario de una joven que estaba entusiasmada con “Barbie” y que invitaba a verla a las demás amigas. Como soy infinitamente curioso, el binomio del entusiasmo juvenil y de la prohibición de ciertos Estados, con el añadido de un cometario del presidente de Corea del Sur, que según él, el feminismo debilita la baja tasa de natalidad en su país y, en cambio, no lo relaciona con la tortura que implica una enseñanza digna de cualquier campo de concentración.
La película es un anuncio sin paliativos de una empresa que fabrica juguetes, cuyo centro de gravedad son las muñecas tan denostadas por unas minorías que viven en el limbo de un mundo todavía peor del que gozamos en la actualidad. Ni el rojo hace revolucionarios, ni el rosa engendra idiotas. La única pregunta con una trascendencia real es la que se plantea la protagonista sobre la muerte y las lágrimas al cuestionarse su propia perfección, que es un sentimiento que humaniza. Se ventilan sin ninguna respuesta, ya que en la muerte debe haber un compromiso social, como también la mirada epidérmica de la belleza y del éxito, por cómica que sea. En cambio el final del relato es trágico, se declara una nueva constitución con la que se supone que el patriarcado queda neutralizado, como si la ley suprema no fuese interpretable al gusto de unas minorías jurídicas. Un invento que esclaviza e impide los cambios imprescindibles. Con este truco siempre la convierten de liberadora, a opresora.
En definitiva, esta película es un campo de lucha donde se reafirma el habitus del posmodernismo que queda sellado con la visita de Barbie al ginecólogo. Todo sigue igual. Cualquier solución pasa por el individualismo más opresor.