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Apuntes para una república vasca - fake news


El tratamiento de la mentira tiene su vocablo académico de identificación, la pseudología como trastorno mental. Desde Platón hasta Maquiavelo, la «verdad sobre la mentira» nos ha preocupado. El político se hace una pregunta, «¿conviene ocultar la verdad al pueblo por su propio bien, engañarlo para salvaguardarlo?».

El gentleman, pensaba Disraeli, «sabe cuándo conviene decir la verdad y cuando callarla o encubrirla» y «¿cómo no?», se necesita más arte para convencer al pueblo de una verdad saludable que para hacerle creer en una falsedad saludable».

La mentira tiene su valor estratégico pero también táctico; en este segundo caso los políticos y los gaceteros, algunos, claro está, saben cómo ejercerla. Las más corrientes, las de finalidad táctica, exigen prudencia utilizando los «proof-lies» o globos sonda que les permiten conocer la capacidad de digestión del que los traga. Todo un arte. George Orwell preconizaba la creación de un Ministerio de la Verdad destinado a fabricar mentiras. Así llegamos, hoy, a la puesta en práctica de la idea de todos los ministerios.

Convendría que en las aulas, así como se debe enseñar qué hongos y setas no deben consumirse, se llamase la atención de la eventualidad de ser mentidos por nuestro entorno, así como sobre las armas empleadas. Así discurre la lectura de “El arte de la mentira política” de Jonathan Swift, en realidad escrito por John Arbuthnot, médico de la Reina Ana, escocés, claro está. Arbuthnot creó el personaje de John Bull, miembro de la «cuadrilla» de Swift en los tories, partidarios del final de la Guerra de Sucesión española (s. XVIII) que acabó con el Tratado de Utrecht, uno de ellos. El sucesor, Felipe V, primer Borbón de España, se creía rana (sic), condición que se ocultó sin gran necesidad de proof-lies.

El libro de Swift merecería ser texto obligatorio, si no en los dos últimos años de la enseñanza secundaria, si en el primero de formación superior. Esa lectura neutralizaría el fenómeno monstruoso que vivimos, el de las fake news que deforman las opiniones de nosotros, víctimas, que cubrimos el planeta con la mundialización sin capacidad de obrar para acceder a la mundialidad.

Sin precauciones previas, la república vasca se encontrará en plena tormenta perfecta, provocadora de desórdenes «ordenados» de todo tipo. Esos desbarajustes afectarán a una población víctima de intoxicaciones mediáticas generadas en reales centros de poder, políticos y también civiles cómplices.

El poder es ya objeto de transacciones financieras, en particular excitadas por la persona «más rica del mundo» que invierte en viajes espaciales, en coches eléctricos y, sobre todo, en redes de comunicación social en las que, sin control estatal, caemos como bichos tragaldabas.

Nuestra intoxicación informativa está revestida de sofocos provocados por contradicciones internas que los gestantes de esas redes se empeñan en generar. Es así como, cínicamente, las falsas noticias tácticas se hacen proteger en el nombre de libertad de expresión. Colectivos de sensibilidades políticas comunes se separan cuando intoxicadores de redes les sitúan en dilemas de tipo ético. Las redes sociales son un arma más peligrosa que el arma monstruosa nuclear que suprime vidas materiales instantáneamente cuando las redes suprimen los aspectos inmateriales de la existencia en una muerte lenta y globalmente inconsciente.

La mentira deforma el debate en temas, los que sean, expuestos con matrices aportadas para agentes exteriores. El conocimiento procede de la sensación, no del pensamiento, este siendo presa fácil de la deformación de la realidad. Rousseau decía: «siento antes de pensar», pero podría añadir que lo que nos moviliza es el pensamiento.

Si mentiras aisladas deterioran la credibilidad y la confianza, la profusión de mentiras acaba adaptando y transformando la percepción colectiva de la verdad. En ese mecanismo están basadas las redes sociales y las propagandas políticas. La derecha española cubre de flores el altar de Txapote cuyo recuerdo provocado les hace ganar votos fuera de las naciones periféricas, o así lo creen, desgraciadamente con razón. La mentira sistemática reduce la capacidad mental y genera represalias.

La mentira no es el error. Se puede engañar sin tratar de engañar, es decir, sin mentir. La mentira frecuente política no busca convencer a los votantes, busca que pierdan su comprensión de la realidad.

Hannah Arendt recuerda que la política es un «lugar privilegiado para la mentira». La capacidad de enredo de la vida política a la que se ha llegado con los problemas técnicos de medios de comunicación y de tecnologías numéricas como la Inteligencia Artificial, hace temer rendimientos de transformación de la verdad imposible de corregir en el momento en que surgen. Según Jacques Derrida, el uso frecuente de la mentira política socava el vínculo social de la humanidad.

Hannah Arendt en “Verdad y política” escribe que «las imágenes nunca pueden rivalizar con lo que es». Eso era ayer, hoy la IA actualiza la «frescura» de la imagen. La tecnología desintegra el pasado.

La mentira se justifica con la complicidad del lenguaje político que sabe componérselas entre la verdad de razón y la verdad de hecho.

Mientras escribo esta líneas dos colectivos adversos se pulverizan en el Cercano Oriente a golpe de misiles y de fake news destinadas a nuestra confortable pasividad.

Hemos asistido en la campaña electoral española a escenas, al nivel intelectual de Trump, que la decencia cultural no puede llegar a comprender los riesgos.

No se olvidará fácilmente el encontronazo de uno de los candidatos españoles con una periodista (vasca) que tuvo la rectitud de señalar en tres ocasiones las mentiras del político… que ni se perturbó.

Se ha llegado a dar a luz a un neologismo, posverdad, revelador de la sociedad en la que nos acaponamos. «¡Viva el furbo y el vino!», decía el otro.