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Turquía castiga a sus extranjeros: deportaciones inhumanas en masa

Turquía presiona a los extranjeros que no cumplan con sus leyes migratorias a base de centros de deportación con condiciones infrahumanas y controles exhaustivos en las calles, que ya se extienden en todas las grandes ciudades del país y que se intensificarán en todo el territorio para el próximo mes de diciembre.

Policías en una plaza de Estambul realizando labores de inspección de extranjeros. (Albert NAYA MERCADAL)

Lo estamos haciendo muy bien», aseguró orgulloso el nuevo ministro de Interior turco, Ali Yerlikaya. Hablaba de cifras, de nuevos planes y de experimentos satisfactorios. Todos ellos, con el objetivo de eliminar a todo aquel que viva dentro de las fronteras turcas sin el beneplácito de Ankara. «Hasta el 22 de septiembre, hemos capturado a 97.363 inmigrantes irregulares y deportado a 42.875. Y como resultado de nuestra presión, 105.488 extranjeros cuyos visas y permisos de residencia vencieron han abandonado nuestro país», explicó ante la prensa en septiembre.

El Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) de Recep Tayyip Erdogan no mentía cuando aseguró por activa y por pasiva que mostrarían la puerta de salida a los extranjeros en caso de ser reelegidos en las pasadas elecciones de 2023. Las encuestas previas a los comicios mostraron que las preocupaciones que no dejan dormir a los turcos son, justamente, la crisis económica y las personas refugiadas. Por ello, el 81% cree que estas no pueden estar en Turquía bajo ninguna circunstancia.

Ante semejante demanda popular, los controles ya no son aislados. Ahora el departamento de Migración del país ha sacado sus oficinas a la calle para inspeccionar muy de cerca a los extranjeros: si el programa piloto se realizó de forma satisfactoria en Estambul, en octubre se extendió a Ankara, Izmir, Adana y Bursa. Para el mes de diciembre el plan pasa por extenderlo a todo el territorio turco. Y aunque en conversaciones extraoficiales admiten que «esto va solamente dirigido a sirios y afganos, los occidentales no tenéis nada que temer», la práctica dice que la ley impera para todo el mundo. «Si hay un criminal en la calle, lo cogeremos», dijo Yerlikaya, ministro de Interior, en referencia a esos controles que solamente se aplican a extranjeros.

CAUTIVERIO

GARA ha podido recabar el testimonio de varias personas detenidas. Según relatan, el siguiente paso siempre acaba en deportación. Después de las fotografías rutinarias -«como a los criminales», dicen los testigos-, son llevados a un centro donde se les obliga a firmar una deportación voluntaria. Y ahí existen dos opciones. La primera, pagar un billete de vuelta de su propio bolsillo, algo que no todos los afectados pueden hacer, para que la deportación sea instantánea. La segunda, esperar a que el Estado turco se haga cargo del importe, lo que puede demorar por meses la espera.

Las personas que han pasado por esos centros de deportación describen situaciones infrahumanas, humillaciones y faltas flagrantes de higiene. «No dejaron ni entrar a nuestro embajador», explica a GARA el ciudadano de un país sudamericano que no quiere revelar ni siquiera su nacionalidad por miedo a represalias.

En su caso, llegó a Turquía con una beca del propio Gobierno turco. Sin embargo, a la par que estudiaba su maestría y estaba matriculado en la universidad, le fue denegado el permiso de residencia. Mientras la apelación se acumulaba en los despachos de algún juez, la Policía le paró en un control. En el centro de deportación «me quitaron los cordones y me llevaron a una celda -recuerda-, un espacio minúsculo ocupado por decenas de personas amontonadas». Allí, explica, «hacíamos turnos para dormir, porque no podíamos estirarnos por completo». En cuanto a la comida, «un policía dejaba cada mañana el desayuno en una bolsa. Consistía en un trozo de pan, a veces chocolate, a veces miel, y tres aceitunas. Siempre había peleas». Disputas que a veces se producían incluso cuando el pan que recibían estaba en mal estado: «yo retiraba las partes con moho, pero me las guardaba en los bolsillos por si acaso las iba a necesitar».

Beber tampoco estaba garantizado: «el agua del baño salía hirviendo». Por lo tanto, también dependían de lo que les permitieran los policías. Ese cautiverio se extendió por una semana en la que nunca dejaron salir a nadie de esa celda. Luego iría a un centro de detención más grande, donde terminaría aceptando el dinero que le envió su madre para subirse al primer avión disponible.

Karem, un somalí que también viajó con una carta de invitación de una universidad, recuerda para GARA episodios similares. En su caso, pone énfasis en la financiación de los centros. «Todos los objetos que nos daban iban en una bolsa con el logotipo de la Unión Europea y los mismos policías nos decían que todo lo pagaba Bruselas», explica.

En ese centro enfermó y luego se recuperó, a pesar de la falta de asistencia sanitaria. «Llegué a desmayarme ante los policías, pero quienes me ayudaron fueron mis compañeros», denuncia. Finalmente, fue deportado a Mogadiscio, donde la guerra, la sequía y la hambruna provocan cada año la muerte de miles de personas. Todos los testimonios coinciden en señalar que fueron deportados de Turquía aun teniendo evidencia de disponer de los documentos solicitados por las autoridades.