DEC. 20 2023 GAURKOA Apuntes para una república vasca. ¿Son indispensables los partidos políticos? Antxon LAFONT MENDIZABAL Peatón Según Giovanni Sartori (1924-2017), politólogo, los partidos políticos solo conciben antagonismos esenciales entre ellos movidos más por la publicidad de enfrentamiento que por la respuesta al interés popular. Recientemente, en la campaña electoral española, hemos podido confirmar la muy relativa utilidad de partidos políticos. En efecto, uno de ellos propone al «rival» repartirse el poder dos años uno, dos años otro, sin precisar la diferencia de acciones que corresponda a las necesidades del pueblo, demostrando así que con un solo partido bastaría y sobraría. Todo es apariencia en su presentación pública. Para Sartori, el homo sapiens se ve destronado por el «homo videns», que se preocupa más de empobrecer, en la imagen, la presentación de su rival que de convencer con sus propias proposiciones. La política es contingente, lo que exige una capacidad de seguimiento de la voluntad popular por partidos cuya agilidad solo se aprecia en los marginales según denominación de los «dos grandes», cuyo problema es, esta vez, que la gobernabilidad depende de los «pequeños», que osan reformismos imaginativos de apariencia subversiva. Hoy el nivel de conocimiento del peatón es frecuentemente superior al del político de profesión, razón por la que el mal llamado poder ejecutivo de las decisiones del poder real acordado por el pueblo, el legislativo, se ve obligado a intentar convencer de su utilidad practicando la videopolítica que nos desinforma sobre la realidad. Rousseau nos recuerda que la razón es idéntica en todos los seres humanos, solo la pasión, marcando las diferencias, la voluntad popular compensando las pasiones individuales. El pueblo expresa sus deseos públicos sin precisar quién debe ocuparse de ello, sus deseos de solución pasando antes que los de las personas que deben buscarlas y encontrarlas. El peatón pide a los partidos salir de las aguas turbias de la política de lo no dicho de manera a que respondan a los deseos de la calle claramente expresados. Todas estas reflexiones las genera y enriquece Simone Weil (1909-1943), filósofa miliciana que llegó a incorporarse en la Columna Durruti durante la guerra del golpe de Estado español de 1936. Escondió a Trotsky en casa de sus padres, en París. Simone Weil nos propone enjuiciar la actitud de los partidos políticos según sus tres talantes siguientes: • Un partido político es una máquina que fabrica pasiones colectivas. • Un partido político es una estructura destinada a ejercer una coacción colectiva sobre sus miembros. A esta observación me permito añadir que la toma de la Bastilla hoy se hubiese hostigado por desobediencia civil, organizada más por partidos políticos, que por levantamiento popular espontáneo perdiendo su valor de símbolo revolucionario. • La finalidad de un partido político es su propio crecimiento «sin límite». Esas actitudes crean confusión en nosotros, «peatones ilustrados o no», que no llegamos a detectar, en la acción política, qué es medio y qué es fin. El peatón pregunta a cada partido antes de votar «¿cuál es tu doctrina que justifique que pretendas resolver mis problemas de cada día?» y aún espera su respuesta clara. Se comprende la dificultad a responder a esa pregunta cuando para un partido político su objetivo es su propia finalidad. No confundamos política o político con mujer u hombre de Estado. En realidad, ¿qué poder corresponde a los partidos políticos? El poder pertenece bien sea al pueblo, bien sea al materialmente potente, militar y/o financiero. La o el político no soporta ser impopular. La mujer o el hombre de Estado acepta antipopularidades si es por el bien del pueblo. Es deseable que algunos políticos de profesión se preocupen más de lo que hacen de su vida que de lo que son en su vida. Se ejerce una presión colectiva sobre el conglomerado votante por medio de una propaganda destinada más a persuadir que a comunicar luces y se diserta sobre educación del militante cuando se trata en realidad de amaestramiento. Para esos colectivos la verdad es la conformidad con la opinión por ellos establecida. Parece irresponsable confiar la gestión práctica de un territorio a seres humanos considerados competentes por el mero hecho de ser «correligionarios» que tienen que modular su actuación sin salirse del marco determinado por el partido bajo riesgo de acusación de indocilidad que sería acompañada de sanciones sociales. Cuando se trata de participar en la función ejecutiva de las decisiones del poder legislativo, es natural que se recurra a la consulta de gabinetes especializados y/o a personas del Consejo Económico y Social competentes en el tema a tratar y/o a expertos de partidos políticos, que seleccionados por el poder legislativo actúe bajo las actuaciones de un contrato que precise el tema a tratar y las sanciones materiales eventuales derivadas del no respeto del contrato. Dicha función se realizaría bajo el único control de miembros del poder legislativo. La confirmación de la prioridad dada al único poder legítimo, el del pueblo, es la práctica equilibrada de su consulta directa no plebiscitaria, sea en su globalidad, sea en parte de un territorio directamente concernido. Rousseau se inquietaba del exclusivo sistema representativo: «en cuanto el pueblo se ‘ofrece’ representante, pierde su libertad». No se trata de recomendar la supresión de los partidos políticos, pero sí de incitarles a ocupar el sitio que les corresponde en su servicio a la sociedad sin que esta se ponga a su dependencia. Algunos militantes actuales de los partidos políticos responden perfectamente a dicha misión; son conocidos por su competencia y seriedad pero no ocupan puestos «visibles» en el «aparato». Opinión y conocimiento siendo imprescindibles, junto a la vocación de servidores públicos, los partidos políticos son necesarios pero no indispensables, sus opiniones y decisiones pudiendo ser necesarias pero no suficientes.