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Navidades del 73


Hace casi tres semanas, Movistar emitió el primer capítulo de una serie documental titulada “Matar al presidente”, que merodea entre los escombros del atentado contra Carrero Blanco y ofrece un generoso surtido de cábalas conspirativas. Han pasado ya 50 años desde el magnicidio y todavía corre tinta para todos los gustos y en todas las direcciones. En realidad, la nómina de expertos en ETA es tan nutrida y tan bien remunerada que siempre queda algo que decir, aunque solo sea para reescribir la historia o para inventar la rueda. Medio siglo da para incubar muchas fantasías.

Antes de acercarme a la serie de la discordia, he accedido a la nómina de entrevistados y he comprobado sin asombro que hay testimonios de todo pelaje pero escasean las voces más próximas a los ingenieros del atentado. Está Ángel Amigo, es verdad, que militó fugazmente en ETA durante el último franquismo. Después la lista continúa con tres exmiembros de los mismos servicios secretos que no vieron por dónde soplaba el aire. Desde el primer minuto se comprende que el peso del documental recae en una machacona conjetura: el comando Txikia era una cuadrilla de pipiolos incapaces de asestar por sí solos un zarpazo de tanta envergadura.

La hipótesis más carnosa del documental sugiere que tras la Operación Ogro se esconde la mano negra de la CIA. Ni siquiera es una teoría novedosa. Los periódicos franquistas ya mencionaron entonces un complot extranjero y Santiago Carrillo apuntó durante muchos años a los poderes estadounidenses, minusvalorando que ETA había preparado el golpe durante más de un año y que su intención original no eran los explosivos sino el secuestro con vistas a un canje por prisioneros. Incluso Jesús María Leizaola, lehendakari en el exilio, consideraba improbable que ETA hubiera culminado semejante empresa sin que él mismo estuviera informado.

Ramón Zallo sugiere que Iñaki Pérez Beotegi, “Wilson”, alentó las teorías de la conspiración en sus declaraciones en comisaría con el único propósito de torear a la Policía. Con el tiempo todo se salió de madre. El periodista Matías Antolín, sin embargo, pudo desmentir esta idea el mismo día en que cenó con Wilson y lo grabó con cámara oculta para un documental de Telemadrid. «¡Pero qué la CIA! Son una banda de borrachos, no se enteran de lo de Carrero, no se enteran de lo del 11-S, no se enteran de nada». Para Zallo, por cierto, la serie de Movistar es poco menos que un cuento chino, un síntoma indigesto de la cultura de la posverdad.

Pero hoy no quiero hablar del carrericidio, cuyos pormenores han sido repetidos hasta el mareo, y mucho menos de una serie que patina entre el sensacionalismo y los efectos sonoros de una telenovela. Hoy quiero recordar lo que vino después, lo que a menudo se omite o se olvida, aquellas Navidades del 73 en que los activistas de ETA pusieron todo su empeño en demostrar que el atentado llevaba su firma y que las especulaciones de los poderes franquistas y aun del PCE carecían del mínimo fundamento.

Ahora pienso en aquellos militantes que se plantaron en la delegación del Gobierno Vasco en París para confirmar que la muerte de Carrero llevaba el sello de ETA por más que Leizaola considerara el atentado «impropio del hombre vasco». «Nuestros padres», respondía ETA, «han envejecido arrepintiéndose de su ‘bondad’ del pasado y de su rechazo de la violencia por la cual fueron finalmente derrotados». En los documentos recogidos por Eva Forest para Operación Ogro se cuenta que Leizaola se mantuvo en sus trece. «¿Vosotros habéis estado en Madrid viendo el atentado? ¿No? ¿Pues entonces cómo sabéis que ha sido vuestra organización?».

Cuando ETA asumió la autoría del tiranicidio mediante un comunicado difundido en Baiona, la prensa española lo despachó afirmando que las autoridades francesas no se lo tomaban en serio. El presidente Georges Pompidou había remitido un telegrama de condolencias al Caudillo y una delegación del Gobierno francés asistió a las exequias del almirante. ¿Cómo fueron aquellas Navidades para las fuerzas vivas del franquismo? El turrón debió de mezclarse con las inquietudes sucesorias. ¿Cómo fue la celebración clandestina en las filas de ETA? Tenían que cosechar por todos los medios los méritos de la autoría.

Así, mientras Franco departía con Juan Carlos de Borbón en busca de un sucesor para Carrero, ETA citaba a varios periodistas europeos en la estación de trenes de Burdeos y se los llevaba a un apartamento del municipio de Talence donde cuatro militantes encapuchados iban a relatar en rueda de prensa todos los vaivenes del atentado. Los reporteros extendieron sus preguntas con el mismo matiz incrédulo que había cundido en las grandes cabeceras del franquismo, de modo que los portavoces de ETA aprovecharon la ocasión para desvelar informaciones inéditas que iban a terminar por despejar algunas dudas.

A partir de este momento la historia se precipita por veredas represivas. Decenas de jóvenes vascos son detenidos en Madrid mientras cumplen el servicio militar. El refugiado José Mari Blasco tiene que suspender su matrimonio en Zokoa porque han detenido a la novia en la frontera de Hendaia. El primer día de 1974, la Policía francesa detiene y envía al confinamiento a seis refugiados vascos. Después cae Iñaki Arregi en Burdeos acusado de haber cedido su apartamento de Talence para la celebración de la conferencia de prensa.

Algunas veces me pregunto cómo pasó Gabriel García Márquez las Navidades del 73. Por aquel entonces el novelista vivía en Barcelona, estaba perfilando «El otoño del patriarca» y había imaginado un tiranicidio perfecto: consistiría en una carga de dinamita tan potente que el coche del dictador saldría despedido por los aires hasta el techo de un mercado. El comando Txikia se adelantó a la ficción y la novela tuvo que imaginar otros finales. «Nadie iba a creer que aquello se me había ocurrido a mí mucho antes». Habrá quien teorice que la CIA escribió «Cien años de soledad». Llamadlo irrealismo mágico.