Caminando al borde del abismo
En los últimos meses ha quedado en evidencia que los poderosos del mundo van por todo, sin el menor pudor, sin medir consecuencias, vienen por las riquezas y vienen por los pueblos. Porque los pueblos, y este es el nuevo dato que aportan los últimos acontecimientos, se han convertido en estorbos para el capital, en obstáculos a superar.
Mientras se suceden varios genocidios en el mundo, las bolsas no paran de subir, alcanzando máximos en sus cotizaciones como viene sucediendo en Wall Street y otros escenarios donde manda el capital financiero y la especulación a gran escala. No es algo totalmente novedoso, pero es una tendencia que se registra ante nuestros ojos: la acumulación de riqueza no se inmuta ante los genocidios.
Podrían sumarse muchos otros datos, como el hecho de que la industria militar registra récords de crecimiento tanto en la producción como en su cotización en bolsa desde el comienzo de la guerra en Ucrania, y sobre todo desde la guerra de Israel en Gaza (https://goo.su/RojsQ0).
Como ha señalado el zapatismo hace más de dos décadas, la guerra y la acumulación de capital se han vuelto sinónimos. Ahora las guerras no son para defender la soberanía de las naciones, un estorbo para el sistema, sino para acelerar la acumulación de poder y riquezas. En ese proceso los pueblos se han convertido en el principal obstáculo, en cualquier parte del planeta y más allá del color de piel. Porque hoy la guerra busca destruir territorios para reconstruirlos según los intereses del capital.
La principal diferencia con lo que venía aconteciendo desde el fin de la Segunda Guerra Mundial (1945), cuando se delineó la arquitectura geopolítica y económico-financiera que encarnó la hegemonía de Estados Unidos, es que ahora existen varias potencias capitalistas en el escenario global que compiten entre sí.
Durante casi ocho décadas, el imperio estadounidense hizo guerras contra pequeños países empobrecidos por sus políticas, con más de 80 intervenciones militares en el Sur global, cosechando algunas memorables derrotas como la de Vietnam, pese a la aguda asimetría militar entre ambos.
Ahora, por el contrario, el Pentágono se enfrenta a la primera potencia económica del mundo, China, cuya producción material aventaja a la de Estados Unidos. Un breve paréntesis: aunque el PIB de Estados Unidos es mayor que el de China, en la llamada «economía real» (la producción, no la especulación) el Dragón está muy por delante, al punto que Washington depende de las importaciones de Beijing.
EEUU enfrenta también a Rusia, devenida en la primera potencia militar mundial durante la guerra en Ucrania. El Pentágono se siente fuerte por la potencia de su Armada y la superioridad aérea que detenta desde 1945, pero las guerras de verdad se juegan en la resiliencia de los combatientes sobre el terreno, como lo vienen demostrando los conflictos en curso.
Desde la guerra en Gaza, los Estados Unidos tienen enfrente a la mayoría abrumadora del Sur global, lo que se manifiesta en el aislamiento que sufre en los principales foros internacionales. Ni siquiera en Medio Oriente, donde se juega el futuro de su dominación, Estados Unidos puede mantener a raya a quienes desafían su poderío. El cambio registrado por Arabia Saudí, que pasó de ser el principal aliado de Washington a volcarse hacia China e integrarse en los BRICS, es apenas una muestra del viraje en curso.
Pero el punto principal es otro: mientras el sistema viene por todo, debe enfrentarse a otros poderes que no se van a dejar aplastar y que poseen armas nucleares capaces de asegurar la destrucción del planeta. Por eso creo que estamos al borde del abismo. Porque unos quieren todo y los otros no se van a dejar. Tanto China como Rusia han sufrido invasiones terribles en su historia reciente, las han superado y se han puesto de pie.
China sufrió dos guerras del opio en el siglo XIX y la invasión japonesa en el siglo XX, que destruyeron y humillaron a la nación. Rusia enfrentó la invasión napoleónica en el siglo XIX y la nazi en el XX, con enorme sufrimiento para la población. En ambos países la memoria está fresca y, sencillamente, no se van a dejar aplastar.
Esto nos coloca ante un escenario inédito, mucho más peligroso que la Guerra Fría porque Occidente ha cambiado, se ha vuelto más guerrerista y está desesperado al comprobar que ya no puede ganarlo todo. Los Estados actuales en Europa y el Norte de América ya no son aquellos estados del bienestar que podían negociar con los sindicatos las condiciones laborales, sino que han sido copados por el capital financiero para blindar sus intereses.
Hemos pasado de la disuasión nuclear entre EEUU y la Unión Soviética, que aseguraba cierta estabilidad, al escenario imprevisible actual, en el cual el Pentágono y la CIA se esfuerzan por asesinar a Putin y descerrajar guerras para resolver cualquier conflicto.
La apuesta estratégica de Washington de resolver su evidente decadencia a través de las guerras es el principal riesgo que afronta hoy la humanidad. Sobre todo, porque la Unión Europea (la pieza clave que podría «convencer» a Estados Unidos de adoptar otro camino) se ha empeñado en la sumisión aun a costa de la autodestrucción.
El peso de la cultura colonialista y del supremacismo blanco-patriarcal, bloquean la capacidad de compresión de las elites occidentales. Podrían optar por un aterrizaje suave que les permita conservar buena parte de sus privilegios, negociando con sus adversarios aun a costa de perder algo. Pero han optado por la imposible ambición de tenerlo todo, aun sabiendo que pueden perderlo todo. Una suerte de ruleta rusa geopolítica.
Para los pueblos es una situación sin precedentes en más de un siglo. Para los indígenas de América Latina, la posibilidad de un colapso de la civilización los remite a la Conquista, que provocó una hecatombe demográfica de la que demoraron siglos en reponerse. No es casualidad que sean esos mismos pueblos los que nos están mostrando ahora otros caminos.