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EDITORIALA

Si algunos poderes españoles no estuviesen tan blindados, atenderían a argumentos


La utilización extensiva y parcial del término «terrorismo» es una característica del nacionalismo español. En el imaginario español, ese término no se corresponde con unos hechos concretos ni con un tipo penal particular. «Terrorismo» es el estigma con el que se califica toda discrepancia política. Es una categoría moral, sinónimo de «lo peor», por así decirlo.

Esa postura ha tenido una plasmación jurídica perversa. Partiendo del Pacto de Ajuria Enea, sucesivos acuerdos han provocado la degeneración de los principios de un Estado de derecho. Atendiendo a las moratorias éticas que plantean algunos, la entente de Ajuria Enea se firmó en 1988, apenas seis meses después del último atentado de los GAL -la muerte de Juan Carlos García Goena- y entre dos y seis años después de la disolución gradual de ETA pm.

En base a aquel consenso contra la insurgencia vasca, se ha ido alterando la ley y generando las condiciones para condenar todo lo que disgusta a los supremacistas y reaccionarios españoles.

Esta visión acarrea otras taras. Si en todo el mundo entienden que para calificar algo de «terrorista» debe concurrir al menos algún tipo de violencia, en el caso español la consecuencia no será descartar que esos actos políticos sean «terrorismo», sino desvirtuar la noción de violencia. Desde esa perspectiva, una manifestación pacífica puede ser violenta, al igual que una declaración institucional o un escrito. Por el contrario, la violencia estatal no es considerada como tal, aunque sea ilegal. Su impunidad ni siquiera computa en el cálculo político. Es el caso de los policías del 1-O o los cargos de la Operación Catalunya.

Las consecuencias que esto tiene en la cultura política son tremendas. De esto trata, en parte, el debate sobre la Ley de Amnistía. Por eso, es relevante que Pedro Sánchez y José Luis Rodríguez Zapatero señalen que el independentismo catalán no puede ser considerado «terrorismo». No obstante, fue en gran medida el PSOE, a menudo subordinado al PP y con el apoyo de algunas fuerzas catalanas, el que impulsó este despropósito. Tienen difícil blindarse ni a sí mismos si no desmontan todo ese andamiaje represivo.

ARGUMENTOS QUE NO DEBERÍAN MENOSPRECIAR

En Euskal Herria, lo que ahora se denomina «lawfare» ha sido muy común. Cierre de periódicos, ilegalización de partidos, macrosumarios, represión, torturas, cárcel… Aquí sí ha habido violencias, pero en ningún caso justifican la violación sistemática de derechos.

En este contexto, las palabras esta semana del presidente de la Comisión de Reconocimiento y Reparación de Víctimas por actos de motivación política de Nafarroa, Martín Zabalza, suponen un paso. Al rendir cuentas ante el Parlamento navarro, defendía la superación «de un periodo histórico de negacionismo de vulneraciones manifiestas de normas internacionales de derechos humanos».

Hay que recordar que la tortura es un delito que no prescribe. El empeño en abortar la amnistía, en perseguir a representantes catalanes o en abrir nuevas causas contra militantes vascos por parte de jueces, políticos o policías españoles tiene que ver con su percepción de impunidad. Por ahora, esos poderes retrógrados son los auténticos amnistiados. Ellos sí están blindados. Si esos poderes no atienden a argumentos, quizás deberían sopesar otros riesgos.

Conviene también poner las cosas en perspectiva. Ayer Michelle O'Neill juró su cargo como primera ministra del norte de Irlanda. Las líderes y militantes de Sinn Féin saben perfectamente qué supone el estigma de «terrorista». Eso no ha impedido que su pueblo les apoye como alternativa política. Cuando un movimiento como el republicano acierta, persevera y actualiza su oferta política, la lucha por la igualdad siempre encuentra su camino hacia la libertad.