Marielle Franco y las milicias de Bolsonaro
La reciente detención de los tres autores intelectuales del asesinato de la concejala de izquierda Marielle Franco puso al descubierto, como señala la periodista Eliane Brum, que «Brasil es un país en el que los límites entre la ley y el crimen se han desdibujado a un nivel sin precedentes» (“El País”, 13/02/2020).
La periodista asegura que «la ejecución de Marielle marcó el momento en que se cruzó un límite en Brasil». La reacción de la opinión pública, que convirtió la muerte de Marielle en una causa movilizadora de la sociedad exigiendo justicia y, sobre todo, saber quién decidió su muerte, hizo posible que en esta ocasión la verdad fuera emergiendo, sorteando las enormes trabas institucionales.
El 24 de marzo fueron detenidos los hermanos Brazão (Domingos y Chiquinho, miembro del Tribunal de Cuentas el primero y diputado federal el segundo), y el jefe policial de Rio de Janeiro Rivaldo Barbosa. Los Brazão son políticos y empresarios que utilizan a los grupos paramilitares (milicias integradas por personal policial activo o en la reserva) para controlar parcelas de la ciudad donde hacen sus negocios: el control territorial conseguido mediante la violencia es la llave para obtener grandes ganancias.
Todos los servicios están en manos de las milicias: agua potable, transporte, internet, seguridad y electricidad, además de cobrar tasas de «protección» a comerciantes y empresarios bajo riesgo de ser expulsadas o muertos. Controlan los condominios a través de porteros que ellos designan. Tienen bajo su férrea mano dura las obras de construcción civil con el apoyo de los diputados en la Asamblea Legislativa del estado de Rio de Janeiro o del Ayuntamiento de la ciudad.
Pero la estructura miliciana se ha extendido a todo Brasil, siempre ligada a grandes intereses económicos como el agronegocio, la minería y las constructoras, la tala ilegal y muchos otros negocios que la utilizan por su capacidad de controlar territorios y por sus lazos con las instituciones. De ese modo obtienen informaciones privilegiadas y protección, por lo que muchos especialistas aseguran que el Estado y la estructura miliciana son, básicamente, lo mismo.
Esta estructura del crimen organizado que denominamos «milicias» tiene en Rio de Janeiro uno de sus feudos mayores y es la que decidió y ejecutó el crimen de Marielle Franco. Aunque hay miles de casos sin resolver porque la violencia es el modo de controlar a la mayoritaria población negra y mestiza, las prisiones de los asesinos son un gran triunfo.
¿Por qué la asesinaron? Porque se oponía a los negocios del «clan Brazão», organizaba a los vecinos con ayuda de su partido, el PSOL, para que no compraran los inmuebles ilegales que pretendían venderles para legalizar sus negocios mafiosos. Su militancia junto a los de abajo le costó la vida, porque siendo concejala prestigiosa y defensora de derechos humanos, nunca olvidó que nació y vivió en una favela de Rio.
Dos cuestiones más para completar la trama del crimen. La primera es el origen de las milicias paramilitares en Brasil, que se remontan a la dictadura militar (1964-1985). Bajo el régimen se generalizaron los escuadrones de la muerte, que habían nacido antes del golpe de Estado, financiados por comerciantes y empresarios para combatir delincuentes, o sea, para asesinarlos.
Durante dos décadas, los escuadrones se dedicaron a perseguir militantes de izquierdas y guerrilleros, ganando impunidad por la protección que le daban las instituciones. La transición a la democracia no desmanteló los escuadrones, que se fueron adaptando con perfiles menos ostentosos. También se fueron trenzando con el poder político local y luego nacional.
La segunda es la convergencia de las milicias con la ultraderecha de Bolsonaro. En las elecciones de 2020, 880 policías militares consiguieron ser electos en cargos representativos; además cuentan con dos gobernadores, cuatro senadores, 16 diputados federales, 90 diputados en los estados, 50 alcaldes y 718 concejales.
Forman parte de la «bancada de la bala», que coordina con la «bancada de la biblia» (evangélicos y pentecostales) y la «bancada del buey» (de los ganaderos y terratenientes). Las tres juntas tienen un enorme poder parlamentario y fueron capaces de destituir a la presidente Dilma Rousseff en 2016.
Además hacen huelgas, tomando de rehén al conjunto de la población. Entre 1997 y 2017 hubo 715 huelgas policiales en Brasil, de las cuales 52 fueron protagonizadas por la Policía Militar. Huelgas que fueron fervorosamente apoyadas por el diputado Bolsonaro. A lo que habría que sumar el papel de las Fuerzas Armadas: el general Walter Braga Netto nombró a uno de los asesinos de Marielle cuando fue interventor de la seguridad en Rio.
En el libro “Estados para el Despojo” (que escribimos con Decio Machado), señalamos que «las milicias integradas por policías, soldados y bomberos extienden su influencia abarcando ya no solo favelas sino extensas zonas de la ciudad, en algunos casos en alianza con iglesias pentecostales y traficantes, en lo que algunos analistas definen como narcopentecostalismo».
Esta «triple alianza» narco-pentecostal-paramilitar tiene un extraordinario poder material y control territorial. En el mencionado libro recogemos algunos estudios en profundidad de la academia brasileña: «Mientras una de las fracciones del narco, el Tercer Comando Puro, se encarga de la distribución de droga, las milicias aseguran el «orden» y las iglesias pentecostales lavarían dinero. Lo cierto es que las milicias ya controlan al menos el 57% del territorio de Rio, lo que equivale a tener casi a seis millones de personas a merced de organizaciones paramilitares».
Este poder paraestatal no es por el Estado porque la metástasis criminal lo envuelve y lo paraliza. El tímido gobierno actual de Lula está atenazado por instituciones derechistas y las bandas criminales. Solo una potente reacción de la sociedad puede ponerle límites y, tal vez, empezar a desbaratarlo.