Policrisis
La modernidad acuña numerosos nombres originales, asociados habitualmente a la tecnología. La mayoría provienen del inglés. Otros, en cambio, no están relacionados con las especialidades de nuestros aparatos o mecanismos de las redes sociales, sino más bien con la percepción global del planeta. Policrisis es uno de ellos. No necesita de explicación porque en el vocablo va la misma, tanto en castellano como en francés (polycrise). La Neoloteka de UZEI recoge su traslación al euskara −polikrisi−, con el añadido que fue en Davos, con motivo del Foro Económico Mundial de febrero de 2023, que se cosechó por vez primera.
Ante un contexto a todas luces desigual, con varias cuestiones de resolución acuciante, Naciones Unidas ya adoptó en 2015 el programa Agenda 2030, con 17 objetivos para un «desarrollo sostenible». La Comunidad Foral creó su propia estructura (Estrategia Navarra Sostenible, ENS 2030), la CAV la suya (Agenda Euskadi Basque Country 2030) y la comunidad administrativa vasca al norte de la muga se unió a la departamental de Pirineos Atlánticos que surgió a la sombra del programa francés, con la singularidad del Ayuntamiento de Baiona que a finales del pasado año adoptó el proyecto de Transición Ecológica y Solidaria 2024-2030.
Pero estos programas han quedado obsoletos en unos pocos años. Apenas se han cumplido los pasos intermedios para alcanzar los objetivos, si es que en realidad ha habido algún avance, porque el contexto mundial nos presenta un escenario cercano al caos. Las primeras ideas que nos llegan se refieren al cambio climático, a los combustibles fósiles, a las migraciones masivas, a los rescoldos de la covid-19 que nos demuestran cuán frágiles somos, y a las guerras con Ucrania como foco o el genocidio palestino, tapando por cierto otros conflictos que llaman de baja intensidad, como en Sudán. Sin embargo, las avanzadas innovaciones tecnológicas, en particular la inteligencia artificial y el procesamiento de datos cuántico se suman a las anteriores con semejante fortaleza que cabe la posibilidad de que, a pesar de las necesidades urgentes, estas pasen a segundo plano. Como dijo Rodrigo Taramona, el genio está ya fuera de la botella y las consecuencias son impredecibles.
Tenemos una percepción, especialmente en Occidente, de que la ciencia es sumamente positiva para el progreso. Quizás lo fue. Pero a estas alturas, un sector de la ciencia trabaja a destajo para una élite económica y política que ya ha comenzado a enseñar sus cartas. Nuevos reyezuelos, dictadores en potencia, están mapeando el planeta y sus moradores para crear una sociedad que, hasta ahora, nos la habían avanzado los autores de ciencia ficción. Una sociedad, si el camino continua en las coordenadas actuales, dirigida por ultras con dos objetivos: hacer negocio y encapsular a la humanidad en términos radicalmente distópicos.
La inteligencia artificial que, por cierto, está dirigiendo el genocidio palestino, las redes neuronales artificiales que ya sustituyen a nuestro cerebro, la vigilancia generalizada a través de reconocimientos particulares de todo tipo, junto al cálculo cuántico que será capaz de procesar miles de billones de opciones en un segundo, nos abocan a que, en poco tiempo, nuestros cerebros, de los que apenas sabemos un 1%, perderán la capacidad que nos ofreció la evolución. La pugna entre esos dos «cerebros», el biológico y el virtual, ya tiene un ganador. La transformación de la comunidad humana será la mayor en su corta historia como especie y dejará en anécdota a las ocasionadas por la expansión de la agricultura y la era industrial.
Aun así, estos factores no deben alterar otras prioridades. El cambio climático es la principal, con datos cada vez más alarmantes que, en consonancia, avivan problemas paralelos como el estrés hídrico. Las sequías alientan un embarazo sistémico, el de las hambrunas agudizadas por las brechas sociales. Las migraciones que hoy consideramos excepcionales están en su punto de partida. Los aumentos demográficos predicen que África multiplicará exponencialmente su población y, como ha sido siempre, la ruta de la miseria crecerá, no solo a Europa −se queja la derecha de la «invasión migrante» apoyándose en la teoría conspirativa del «Gran Reemplazo»− sino al Magreb, Turquía y Medio Oriente. Hoy ya llegan a esos territorios más migrantes que a Europa. Y la migración, al margen de otros factores, tiene hasta una lógica matemática: el norte envejece, incluida China (la política del hijo único), mientras que el sur es esencialmente joven.
La privatización de la salud ha dejado a la pública sin infraestructura. La covid-19 aireó las costuras. De las residencias de ancianos directamente al cementerio por falta de medios. La salud mental in crescendo. Según la OMS, más de mil millones de personas en el planeta padecen trastornos metales (más del 12% de la humanidad). La cifra se dispara en España y Francia hasta el 25%. Las guerras abiertas (también económicas, EEUU, China, BRICS...), con unas consecuencias imprevisibles, nos acercan al abismo. La pérdida evidente de la biodiversidad nos va convirtiendo en replicantes que se nutren, entre otros, de inputs probablemente falsos.
La falta de liderazgo mundial −Naciones Unidas es una gran organización que solo emite humo−, la liquidez de la política, la tendencia en ascenso de la extrema derecha (la próximas elecciones europeas nos confirmarán la triste noticia) y la debilidad de la izquierda mundial, descuartizada en luchas cainitas, nos enfrentan a una paradoja. La fortaleza de la izquierda soberanista vasca cojea en un contexto planetario en el que se ha convertido en singular. Necesitamos multitud de esas singularidades para atacar el futuro como especie. Porque ante un nuevo modelo de explotación y las señas alarmantes de agotamiento del planeta, no podemos acomodar fórmulas que aplicamos en el pasado, ni siquiera aquellas que supuestamente funcionaron. Los retos excepcionales necesitan estrategias innovadoras.