EDITORIALA

Combatir la desesperanza, marcar la agenda y el paso… más el simple y potente acto de votar

Nadie niega a estas alturas la influencia que las instituciones europeas tienen en la vida cotidiana de la ciudadanía y de las sociedades europeas. Lo que no está claro es que ese camino sea de doble dirección, es decir, que la ciudadanía y las diferentes comunidades tengan el poder de influir en el devenir de la Unión Europea. Son esa subordinación, en un sentido, y esa desconexión, en el otro, las que en parte provocan una desafección política cada vez mayor. Algo que hoy se podrá medir en una abstención rampante, un síntoma muy preocupante desde el punto de vista democrático.

Paradójicamente, con el grueso de las sociedades desmotivadas y suspicaces respecto al monstruo burocrático que hondea hipócritamente banderas que no va a defender, son quienes históricamente han sostenido una postura más crítica con la UE quienes demandan ahora un esfuerzo comunitario para evitar que la ultraderecha campe a sus anchas por el continente. Porque cuando esa desafección se transforma en miedo y enfado, si unos fascistas, iluminados y arribistas ofrecen un programa simplista, irreal y cruel, hay mucha gente que pica ese anzuelo.

La conciencia de cuáles son las cuestiones fundamentales en este momento histórico no supone rebajar los retos de la izquierda continental.

ALINEAR VALORES, AGENDA Y PRÁCTICAS POLÍTICAS

Por un lado, está claro que la UE es un consorcio burocrático de estados que permanecen asociados para tener una escala competitiva en el terreno de juego neoliberal. Es una estructura subordinada del atlantismo, nodo financiero del capitalismo, cantera del establishment global. Ha cedido a todos los apetitos del capital y, como se pudo comprobar en Grecia, prefiere suicidarse que negociar con el pueblo.

Por otro lado, la Unión Europea tiene el mandato de representar a una ciudadanía diversa y comprometida, a la suma de sus pueblos, de las luchas de sus comunidades en favor de un mundo más justo y democrático. No hay por qué entregarles una Europa que es también las manifestaciones masivas para apoyar la causa palestina, los sindicatos que luchan por unas condiciones sociolaborales dignas o un tejido agroecológico en defensa de la tierra, de los territorios y de las personas que los habitan.

Pese a sus concertinas y policías fronterizos, Europa es una red de asilo y enriquecimiento mutuo, es la militancia en favor de la pluralidad, los derechos y las libertades. Es la asistencia a quienes tienen esos derechos cercenados, sean mujeres, gays, lesbianas o trans, migrantes, menores o, simplemente, pobres. Son miles de experiencias colectivas en favor de las causas más nobles.

En este contexto, el internacionalismo es un humanismo político. En gran medida, es la forma colectiva de combatir el egoísmo y el ensimismamiento, de sostener el valor de las culturas y los pueblos, de defender su derecho a existir y desarrollarse como repúblicas libres, sin arrollar a otras naciones.

Los «valores europeos» no son los discursos solemnes, sino las prácticas emancipadoras de sus pueblos. Por eso, abandonar trincheras y ceder banderas no es una práctica revolucionaria. Asumir agendas autoritarias y valores egoístas no es liberador. Simplificar problemas lo complica todo. El cinismo es retrógrado por naturaleza. La evasión puede ser una tentación vital, pero no una constante política.

Empujar a las mayorías sociales a la desesperanza es parte central del programa de la ultraderecha global. Necesitan expandir el fatalismo, restar agencia a las personas, hacerles creer que no hay nada que hacer. Por eso, hoy, votar es un ejercicio tan pequeño y simple como potente, porque digan lo que digan los autoritarios y retrógrados, todo depende de la gente.