Apuntes sobre el racismo
Cuando la ciencia, a través del ADN, ha demostrado que las razas no existen, que el color de la piel es una adaptación de nuestra especie a los ecosistemas, este título no es correcto, como el vocablo «racismo». Quizá sería válida la palabra «xenofobia», según la RAE «fobia a lo extranjero», pero este recurso tampoco es suficiente. Euskaltzaindia tampoco acierta cuando define el término «arrazismoa» como la ideología de una «raza que es superior a otras y, por tanto, con el derecho a someterla». Mucho menos L’Académie Française que define la raza con la frase: «Cada uno de los grandes grupos entre los que se divide superficialmente la especie humana».
No hay razas, ergo la expresión «racismo» no es correcta. Algunos biólogos se han atrevido con el enunciado «ecotipo», que probablemente sea más acertado, ya que determina la adaptación geográfica a un determinado hábitat, pero en este mundo globalizado, el color de la piel ya no precisa de un área territorial. A lo mejor en el pasado. Más aún, cuando para los antropólogos, el ecotipo se asocia al paisaje. Así que mientras encontramos el significado que defina lo que desea expresar, me uno provisionalmente a su uso.
El racismo es efectivamente una ideología −aquí Euskaltzaindia es la más acertada en la descripción− que ya nos ha atrapado en todas las facetas de la vida, en los espacios comunicativos y, sobre todo, en las relaciones sociales. El colonialismo económico oficialmente concluyó (oficiosamente sigue presente), el voto no distingue ni género, ni condición y el apartheid, tras siglos de luchas, ha quedado reducido a espacios explícitos (reservas de pueblos originarios, Gaza y Cisjordania...). Amnesty International afirma, certeramente, que el apartheid actual es el de género.
Entre las ideologías, la derecha y su aliada más extrema se han enrocado en un término en auge, el del «Gran Reemplazo». La sustitución de los religiosos de tez blanca por árabes, subsaharianos, afroamericanos, asiáticos y latinos que supuestamente, debido a su explosión demográfica y a la baja tasa de natalidad de los «autóctonos» europeos (tanto en el Viejo Continente como en sus réplicas norteamericana y australiana) se van a convertir a corto plazo en hegemónicos, sustituyendo los valores tradicionales judeocristianos. El discurso es tan impetuoso que hasta algunas élites culturales se suman a la idea de que el varón europeo, blanco, heterosexual y cristiano está en peligro de extinción. Giulio Meotti, apuntaba en una revista católica de Milán, que «a los italianos solo los encontraremos en los cementerios y en los museos». Tom Wolfe se lamentaba de que: «Hemos mau-mauizado al hombre blanco» (en referencia a los Mau Mau, insurrectos que en Kenia se alzaron contra el imperio colonial británico).
Al margen de esos extremos, el racismo que atrapa las mentes aún sigue exteriorizado en la vida cotidiana. A pesar de lo que nos digan. Dos detalles de nuestros vecinos. Con motivo de la final de la Eurocopa de fútbol que enfrentó a España con Inglaterra, el locutor de la televisión pública hispana no se cansó de repetir la procedencia de los padres de uno de los jugadores de su selección, Marruecos y Guinea. Tal y como los homófobos repiten la cantinela «tengo amigos homosexuales», los racistas, «mi vecino con el que trato amablemente es negro». Siguiendo esa pauta habría que referir que el apellido del genocida Netanyahu es Mileikowsky y que sus padres eran polacos. Que Nicolás Sarkozy, ex presidente francés, era hijo de un húngaro y de una griega.
En Francia, la prensa aparentemente progresista es la única que se ha hecho eco de los acontecimientos en Kanaky, incluso entrevistando a alguno de los presos trasladados desde la Polinesia hasta la prisión alsaciana de Mulhouse. Hace unos días, la Gendarmería mató a un joven en las cercanías de Nouméa, la capital. Se llamaba Rock Victorin Wamytan y era kanako. De inmediato filtraron su pasado: había sido detenido tras una manifestación en protesta por la muerte de otro kanako en 2016. Y el hecho racial acudió de inmediato. Con la única fuente informante de la Gendarmería, los diarios se han referido a Wamytan con su supuesto y policial apodo: «banana». En la línea del plátano que le echaron al futbolista brasileño Richarlison tras la celebración de un gol, hace apenas dos años, en el Parque de los Príncipes de París.
En casa, aunque nos digamos antirracistas, la contaminación de nuestras mentes llega también en otros detalles. El patrimonio acumulado es uno de los exponentes más visibles. Cristos, vírgenes, santos que adornan iglesias y parroquias son de tez blanca inmaculada. Contrarios radicalmente a lo que fueron en origen. Aunque las suposiciones dominan los resultados, diversos programas de Inteligencia Artificial, cruzando millones de datos, han recreado la imagen más cercana a la verdad. Jesús de Nazaret tenía la piel morena, los ojos grandes y cabello rizado de color negro y nariz alargada. Su madre, por el estilo. Sin embargo, la «amatxu» de Begoña es rubia y más blanca que las sábanas lavadas con detergente de última generación, del mismo tono que el Cristo de Lezo.
Las representaciones de nuestros antepasados, en las cuevas de Ekain, Santimamiñe o en los montes de Urbasa y Aralar buscando sílex, se revelan asimismo con los semblantes blancos. El error cultural ha llevado a transformar el color de aquellos hombres y mujeres procedentes en origen de África. Aún no habían dejado de producir melanina y su piel estaba más cercana del negro que de otra gama. No parecía un buen cartel para los que reivindicaban el RH.
Es probable que, en un entorno agresivo y racista, nuestra percepción haya que catalogarla entre los «microrracismos», tal y como, en la deconstrucción de género, se citan los «micromachismos». Es posible. Pero aún queda un trecho por recorrer. Porque, en gran medida, que no en la totalidad, la cuestión es que estamos tratando habitualmente con un racismo de clase.