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Paz y convivencia a la carta


En 1964, siendo Manuel Fraga ministro de Información y Turismo, el régimen franquista lanzó una gran campaña que, con el lema «25 años de Paz», pretendía ensalzar la prolífica obra política y social del Caudillo desde 1939, tras el fin de la guerra. Dentro de esta paz, en el mismo paquete, iba incluida la represión franquista realizada durante ese tiempo (fusilamientos, desapariciones, trabajo esclavo, cárcel, torturas, exilio, supresión de libertades, empeoramiento brutal de las condiciones de vida...), pues ésta se entendía como algo necesario y obligado al objeto de extirpar los tumores legados por la España republicana.

La campaña vino precedida de la fuerte represión de las huelgas asturianas en 1962 y el fusilamiento en 1963 de los anarquistas Francisco Granado, Joaquín Delgado y el comunista Julián Grimau. El régimen seguía afirmando así una política dictatorial y criminal, pues la paz era para él tan solo un sinónimo de orden público, es decir, que las fábricas, las universidades y las calles no se movieran, y punto. El respeto a los derechos humanos y el ejercicio de las libertades democráticas era algo que perturbaba a su paz, la paz de los cementerios y del rancio nacionalcatolicismo.

Evidentemente, la situación actual no es comparable con la vivida bajo el franquismo (quienes lo vivimos sabemos lo que fue aquello), pero también es cierto que la evolución en los últimos años en materia de los derechos y libertades es cada vez más preocupante: legislación antiterrorista, endurecimiento del Código Penal, política penitenciaria, Ley de Secretos Oficiales, Ley de Partidos, Ley Mordaza, impunidad para los crímenes franquistas, práctica habitual de la tortura...

La paz vuelve de nuevo, cada vez más, a ser sinónimo de orden público y a estar basada en una política securitaria y de criminalización social: represión contra los huelguistas de Tubacex, multas a 133 jóvenes de Ernai, condenas de cárcel a los seis de Zaragoza, sentencias del Tribunal Supremo calificando el ejercicio de un derecho democrático, cual es el votar en el referéndum realizado durante el procès catalán, como un acto de sedición y un golpe de Estado... Y, mientras tanto, los más de 5.000 casos de tortura acreditados, realizados por la Policía, la Guardia Civil y la Ertzaintza en Euskal Herria entre los años 1960 y 2014, siguen sin merecer atención alguna por parte de la Judicatura.

El diccionario de la Real Academia Española (RAE) define el verbo convivir como «vivir en compañía de otro u otros». La convivencia se entiende así de una forma meramente pasiva y objetiva («convivir = vivir con»), sin hacer mayores precisiones al respecto. Por otro lado, los antónimos oficiales de ese verbo son los de «divergir, disentir, discrepar». Es decir, parece como si la divergencia, el disentimiento y la discrepancia fueran elementos contrarios a la propia convivencia y esta tuviera que ver con la afirmación de un pensamiento único. Ahora bien, ¿es tan solo la RAE la que tiene esta concepción o es algo compartido también por nuestros propios gobiernos?

Por otro lado, cuando la convivencia no es integral y, además, es impuesta y no consensuada, deja de ser un valor positivo, para convertirse en su contrario. Así, cuando hace tan solo unas semanas el Ayuntamiento de Gasteiz acordó conceder la medalla de oro de la ciudad al Memorial de Víctimas del Terrorismo (PNV, PSE y PP), la iniciativa Memoria Osoa, formada por 15 asociaciones memorialistas vascas, entre ellas Martxoak 3 Elkartea, afirmó que «premiar la exclusión no contribuye para nada a la convivencia».

Se hacía referencia así al carácter discriminatorio de un memorial que recoge con detalle el terrorismo nacionalista, de extrema derecha, de extrema izquierda, el fundamentalista islámico..., pero en el que no aparece mención alguna al terrorismo de Estado, como si este no hubiera existido. De esta manera, el GAL, la masacre del 3 de marzo de Gasteiz, las siete personas muertas por la policía en Euskal Herria durante la II Semana pro-Amnistía, las asesinadas en los Sanfermines de 1978 y los 5.000 casos de torturas antes mencionados son realidades achacadas al extremismo de extrema derecha, a errores o extralimitaciones policiales casuales realizadas dentro del marco de una legítima defensa de la seguridad ciudadana o a infectas calumnias fruto del librillo de instrucciones para detenciones elaborado por ETA...

Por otro lado, la convivencia impuesta es un poliedro de muchas caras que se expresa tanto constitucionalmente (soberanía única, unidad indisoluble e indivisible de España, privilegios eclesiales, inmunidad real...), como en muchos otros ámbitos sociales. Así, reivindicar los derechos lingüísticos de la población euskaldun se entiende como una agresión a la convivencia, olvidando la desigualdad de partida que supone que el castellano sea el único idioma reconocido oficialmente en todos los ámbitos y lugares. Lo mismo ocurre con las reivindicaciones feministas, tachadas, no solo por Vox, como un atentado contra la pacífica convivencia entre los sexos, olvidando el carácter estructural de la opresión patriarcal y la situación de discriminación social generalizada que de ahí se deriva en todos los ámbitos.

Durante estas semanas vacacionales y festivas estamos viendo a su vez actuaciones impulsadas desde distintos ámbitos institucionales que buscan estrechar los espacios de convivencia y excluir de éstos a aquellas actividades diferentes y alternativas que escapan del marco definido por lo políticamente correcto. Me refiero al papel de las txoznas en las fiestas (Gasteiz, Lizarra...), espacio juvenil por antonomasia, que ahora pretende ser supeditado al rígido programa oficial municipal y a las ocurrencias del más tonto diputado de Hacienda o concejal de Cultura que se tercie, que haberlos haylos.

Lo dicho, la convivencia impuesta no es sino un trágala contrario a las más mínimas exigencias de tolerancia y respeto para con lo diferente.