Cuestión de tiempo
Si Grigory Sokolov, considerado por muchos el mejor pianista actual del mundo y conocido por sus escasísimas declaraciones, dice que Alexandra Dovgan es una pianista sencillamente extraordinaria, no hay duda ni cuestión posible: lo es. «No es una niña prodigio. Es un prodigio, pero no toca como una niña», dijo Sokolov refiriéndose a esta jovencísima pianista. Hoy, a sus 17 años, ya no puede decirse de ella que sea la misma niña que con cuatro años y medio consiguió una plaza en la elitista Escuela Central del Conservatorio Estatal de Moscú, pero sí que toca de manera prodigiosa, como demostró el lunes en un extraordinario recital en el Teatro Victoria Eugenia, dentro de la programación de Quincena.
Con una seriedad y un aplomo impropios de su edad, abrió el concierto con la Sonata n.31 de Beethoven, una de sus últimas, más maduras y mejor consideradas composiciones para teclado. El simple comienzo del dulce ‘‘Moderato cantabile molto espressivo’’ que da inicio a la obra bastó para darse cuenta de la asombrosa capacidad musical de esta joven: la pulcritud de la articulación, la nitidez y jerarquía de las diferentes voces, el control de cada pulsación, la liviandad en el uso del pedal… Pero lo que más llamó la atención fue su capacidad de otorgar a cada nota el peso justo y exacto decidido para ella, en relación con todas y cada una del resto de notas de la obra, en un ejercicio de estudio y organización musical rayando en lo enfermizo -y que recuerda a la forma de preparar una obra de su maestro Sokolov-.
Su lectura de Beethoven fue etérea, volátil y, salvo el final, sin ese cuerpo romántico que se le suele dar, usando para ello tiempos estáticos que hacían de los silencios parte viva de la pieza, en una versión muy personal, meditada e insólita. Escuchar a Alexandra tocando a Beethoven, hacía pensar en el más complejo y delicado mecanismo de relojería, donde cada pieza está milimétricamente engarzada, contrapesada y engrasada para que el resultado sea simplemente perfecto. No hubo más que escuchar la fuga final para ver claramente el nivel de maestría y sutileza.
El de Schumann, con su Sonata n.2, fue un romanticismo mucho más turbulento; interpretó la obra expresiva, intensa e impetuosa, aplicando al segundo movimiento un abrumador lirismo sentimental y brillando con el fuego de los pasajes de endiablada técnica y virtuosismo del tercero, tocado con verdadero dominio e intención poética.
Tras la pausa, una obra peculiar, pues nos encontramos con ‘‘Preludio, Gavota y Giga’’ de la Partita para violín n.3 BWV de J.S. Bach transcrita para piano por Sergei Rachmaninov; una partitura que recoge el carácter de Bach, con todo su continente barroco, y lo sumerge en un pianismo romántico. De esta extraña fusión sacó una enorme riqueza cromática, exuberante y fértil, además de exponer una demostración apabullante de virtuosismo y agilidad.
En la misma línea, las ‘‘Variaciones sobre un tema de Corelli’’ que tocó a continuación, también de Rachmaninov e inspiradas en la Sonata para violín, violone y clavecín de Arcangelo Corelli. Lo hizo con mucha fuerza, tanto física como interpretativa, en una versión muy pensada y coherente. Es necesario destacar que, en la vigésima y última variación -y puede que también en la anterior- algunas notas de ese vertiginoso final no sonaron con la pulcritud acostumbrada; y, lejos de ser un reproche, este levísimo desliz supuso un gran momento en la velada porque, mucho más allá del mezquino afán de ‘humanizarla’, estas pequeñas notas emborronadas mostraron un arrebato interno, una expresividad propia que hasta entonces no había aflorado. Cerró el programa la Sonata n.2 de Scriabin, una obra de una cualidad mucho más líquida, en el que se vio a Alexandra Dovgan más cómoda, más fluida.
Digna alumna de Sokolov, terminó el concierto con el consabido ritual de entradas, salidas, saludos y propinas que sin llegar a las seis del maestro, se quedaron en cuatro. De estas propinas, independientemente de la exquisitez de las piezas escogidas y la minuciosidad de la interpretación, nos quedaremos con que se vio mucho más de la joven Alexandra, de la niña a la que le gusta mostrar lo que sabe hacer, de la adolescente a la que le gusta gustar, que en todo el recital, en el que se pudo admirar su extraordinaria madurez musical, interpretativa, técnica e incluso personal, faltó -si me permiten la pedantería- una madurez vivencial que solo pueden dar los años y las experiencias vitales y que aún falta para completar una forma de tocar que roza -de momento- la aséptica perfección. Aún falta, sí, pero llegará, no es necesario hacer nada: solo es cuestión de tiempo.