Vínculos de parentesco, no siempre afectivos
Los vínculos son una parte necesaria e imprescindible para vivir. Nos dan la solidez y la tranquilidad para poder proyectarnos, curiosamente, hacía la autonomía, desde una libertad que siempre está unida a la seguridad de sabernos en buena compañía; desde la certeza de tener un lugar al que volver, no solo para recomponernos cuando nos rompemos, sino también para compartir las alegrías de la vida. Los seres humanos necesitamos de vínculos emocionales, afectivos y sociales. Hay veces que podemos conjugar los tres en un mismo lugar, pero no siempre es así. Las familias de parentesco son espacios de obligatoriedad afectiva y, sin embargo, donde en demasiadas ocasiones, nos encontramos o nos iniciamos en las relaciones de maltrato. Nos aconsejan minimizar lo vivido en pos de salvaguardar la familia. Aguantar, callar, no dañar para proteger al conjunto, al que se le presupone bondades que desde las individualidades no somos capaces de dimensionar. Excusamos y aceptamos el abuso en nombre del vínculo, «son cosas de hermanxs», «son cosas de familia» o «te lo aguanto porque soy tu madre», concediendo a la etiqueta la incondicionalidad de trato que nunca debería de estar presente en el amor. Se da rienda suelta para abusar, normalmente, a quienes se les otorga el poder desmedido, muchas veces, desde una victimización que oculta dicho poder. Las partes que mayor maltrato reciben no siempre coinciden con las partes más vulnerables de las familias, pero eso poco importa. Vamos dejando empoderarse a las y los abusadores, que más tarde tendrán crédito sin límite porque nadie les puso delante del espejo. Es más, sus acciones son sistemáticamente amortiguadas en una justificación ilimitada, en la que se tiende a equiparar violencia y autodefensa. El engaño es perfecto: proteger lo que, a la larga, es una desprotección e indefensión absoluta.
La democratización de las familias, de los afectos, es un trabajo feminista que siempre se va a encontrar con la oposición patriarcal. Se impone una ley del silencio para salvaguardar la imagen familiar. Algunas personas cedemos ante la crueldad para tener paz mental, pero no es posible porque la crueldad siempre salpica y, sobre todo, no tiene límite. Eliminar lo que nos daña no siempre es posible porque, a veces, nos tenemos que mantener bajo la influencia de quien maltrata, precisamente porque forman parte de ese universo familiar. Cuando estás conectada, no solo por vía familiar, pero especialmente desde ella, con personas que te desestabilizan, que te maltratan, es muy fácil tomar malas decisiones. Hay gente cabronamente mala que, de manera intencional e instrumental, buscan mantenernos siempre en la reactividad, aunque luego esos seres humanos reseteen todas sus culpas convirtiendo la necesidad en virtud. Su objetivo es derribarnos para tener el poder sobre cualquier decisión que podamos tomar. Para tener, en definitiva, el control sobre nosotras. Por eso sabemos que tomar distancia física y emocional es un ejercicio de autoprotección, de salir de la reactividad que casi siempre nos lleva a tomar las peores decisiones en cada contexto. No se trata de evitar los dolores, las tensiones y los conflictos inherentes a la afectividad. Eso nos conduciría nuevamente a la romantización. La cuestión es cómo generamos vínculos afectivos en los que no se respalde la anulación de las partes.
Con demasiada frecuencia nos pasamos una parte importante de nuestra vida confiando en que los que no nos quieren, algún día nos querrán. Mucha gente se pasa media vida intentando restablecer esos vínculos, en busca de esa Itaca inexistente, un lugar mágico, paradisiaco, que les permita sentirse parte de, querida o querido por quienes deberían de ser nuestra primera fuente de afecto, nuestras raíces. Sin embargo, no hay consuelo para el daño profundo que se genera en esos espacios, salvo intentar recolocar las figuras, desprenderse de su peso simbólico e identificar los vínculos de parentesco como lo que son, vínculos de parentesco y no siempre afectivos. Poder decir «es mi hijo, pero no le quiero» o «debo alejarme de él» o «es mi hermana, pero más allá de ese hecho, no tengo ningún otro vínculo» entraña, especialmente para las mujeres y nuestra adscripción patriarcal al mundo afectivo, una ruptura normativa y de desarraigo identitario difícil de asimilar, y, con todo, inevitable para poder subvertir la propia subjetividad, anclada, por exceso, en una afectividad no siempre correspondida ni recíproca para las partes. Es más, en una afectividad con significado inexistente o, cuando menos, con sentido casi opuesto.
Creo que hay conceptos que son tremendamente difíciles de resignificar por la propia carga que arrastran. Por eso nunca me gustó hablar de hermanas para referirme a compañeras feministas con las que comparto el compromiso político, ni a mujeres con las que podemos no compartir ese compromiso y que, sin embargo, por experiencia de vida, acompañamos en sus procesos de reparación. Me resulta muy complejo desligar la palabra de la obligatoriedad afectiva. De las etiquetas que surgen desde los lugares de lo disfuncional (K. Millet) que representan la mayoría de las familias. Unas familias que se alimentan y reproducen lo sistémico. Por eso, trabajar sobre su representación y su jerarquía afectiva que determinan sus dinámicas de reproducción no es una tarea sencilla, pero sí imprescindible.
Diferenciar qué representan, qué significan, qué cargamos con ellos, qué aceptamos, a dónde nos arrastran o qué límites son nuestras banderas rojas, forma parte de eso que entendemos como buen trato. Debemos de poder desvincular el parentesco de la afectividad y viceversa para que la búsqueda de lo imposible no nos transporte, una y otra vez, a la insatisfacción, a la frustración, o, peor, a la subordinación, y a seguir vinculándonos desde la carencia de los apegos irresueltos. Las feministas no somos las únicas vinculadas con la idea de desintegrar «la estructura familiar», pero sí somos las más interesadas.