Turismo y consumo
La llegada masiva de turistas a Hego Euskal Herria y las consecuencias de semejante trasiego han revuelto las conciencias, en uno y otro sentido, provocando sensaciones dispares. También paradojas de las que apenas nadie está exento. Los que llegan a nuestra tierra son turistas, incluido los del sentido peyorativo. Pero cuando salimos al exterior, nos convertimos en viajeros, aventureros o, utilizando la expresión de mi generación, veraneantes. También somos turistas.
Las organizaciones ecologistas enfocadas a una economía sostenible, señalan que únicamente el 20% de la humanidad es susceptible de viajar, es decir, la que está inmersa en la sociedad que está agotando a marchas forzadas los recursos naturales. Que el turismo es una actividad mercantil, insertada en la «necesidad» de consumo. El turismo en el primer mundo es un fenómeno de masas y, en consecuencia, acogido a las reglas que utilizamos para medir estas cuestiones, desde el papel de los medios de comunicación, hasta los beneficios empresariales que pasan por la elección de los nichos turísticos.
No es cuestión nueva desde que a mediados del siglo XIX, Eugenia de Montijo, la pareja de Napoleón III, construyera un palacio en Biarritz, y con su presencia se llevara a la aristocracia parisina a la costa labortana. Fue el nacimiento del turismo, de élite aún, en Europa y, por tanto, en el planeta. Biarritz sufrió una transformación radical, abriendo la puerta a otras experiencias similares. Donostia fue el paradigma con su Belle Époque y las dos aceras, unas para ricos y turistas, la otra para pobres y autóctonos. También con la elección del dictador Franco como sede veraniega para sus posaderas, lo que trajo consigo el traslado de toda su corte fascista, incluido el malogrado Carrero Blanco, a la capital guipuzcoana.
La extensión del turismo como industria de consumo expandió los destinos que se aferraron a sus iconos propagandísticos para competir en una tendencia que creaba incluso «monocultivos» a lo largo del Viejo Continente. Lugares humildes, sin más nombre que el del mapa, que, de repente, explotaron y se convirtieron en escenario de especuladores y empresarios ávidos de ganar dinero en poco tiempo. La situación política, económica y social ayudó al desmadre, también urbanístico.
Esa competencia marcó las trazas para el desarrollo de los cebos con un peligro que, a estas alturas, se ha demostrado letal en algunos escenarios. La iniciativa en el turismo que nos llega la marcan los empresarios. Se podrá decir que las normas las puntean los representantes políticos, pero sabemos que eso es una patraña. Esos representantes, quizás el caso de Ernesto Gasco es el más sintomático, son marionetas en manos de especuladores. Por vez primera en nuestra crónica turística, la impronta política, aunque aristócrata y fascista, queda al margen (Napoleón III, la reina María Cristina y Franco como paradigmas) y son los agentes de ese capitalismo global los que se hacen dueños de nuestro destino, una vez más.
Me sorprende que al sur de la muga nos hagamos cruces con saturaciones, modelos y el tipo de relaciones que genera la dependencia del turismo. Me sorprende porque al norte de esa muga, las políticas populares de reafirmación nacional de los últimos 50 años han estado dirigidas, precisamente, contra ese patrón que impone el turismo. Con reflexiones profundas, centenares de actividades y movilizaciones populares e incluso el nacimiento de una organización armada, Iparretarrak (Ik), que entre sus objetivos, siempre destacó la «denuncia del turismo».
Permítanme, aunque extenso, la reproducción de un texto al respecto que Ik publicitó en el número 2 de su publicación “Ildo”: «El conjunto del País Vasco Norte ha sido transformado en un terreno de especulación financiera, de promoción inmobiliaria. El País Vasco Norte ha sido promovido como un jardín de alquiler para los fines de semana, para la Tercera Edad, los jubilados, etc.… Es una ocupación real del País Vasco, organizada, cuyas consecuencias (residencias secundarias, etc.) convierten a los vascos un poco más extranjeros en su propia tierra, en provecho de bancos, promotores, comerciantes-hosteleros explotadores y vendedores de folclore decorativo». Creo que esta es la denuncia, la de la venta y trasformación del espacio ciudadano en función de una única actividad económica.
Han pasado 40 años de aquella reflexión y me siento identificado en cada línea de la cita, con lo que sucede hoy en varios entornos turísticos de Hego Euskal Herria, en especial en Donostia donde los tours-operators han cargado sus objetivos. La apuesta, nada nueva, ya ha convertido a la ciudad que se expone como cebo, en propiedad de multinacionales como Inditex. Hasta el punto que el propio grupo empresarial ha «logrado» imponer a una corporación municipal sumisa, la elongación hasta su tienda estrella, en las cercanías de la bahía, del tren de vía estrecha que llega a la capital guipuzcoana desde la muga (topo-metro).
Parte de la ciudad se ha convertido en un resort (complejo turístico cerrado) cuyos dueños tienen las arcas a buen recaudo en paraísos fiscales o centrales bursátiles. No hay firma que se precie (en los estándares capitalistas) sin presencia en Donostia. Hasta el punto que diversos fondos de inversión han comenzado a hincar el diente a la hostelería menuda, a los bares de esa Parte Vieja convertida en un mini-disney.
En poder de las multinacionales, con un turismo inmerso en la marca y el circuito España (con el añadido institucional y folclórico de «Basque Country»), la turistificación de nuestro entorno no solo incide en las cuestiones relacionadas con el sostenimiento económico, las relaciones humanas y de poder, la construcción social y de dependencia, sino también en nuestra naturaleza comunitaria. Me dirán que al paso que ha alcanzado la humanidad, a la irreversibilidad de la globalización, referirse a cuestiones identitarias desde posiciones de resistencia es un recurso añejo. Lo sería si las culturas compitieran en igualdad de condiciones, algo que no ocurre. Nos encontramos frente a la fagocitación por la imbecilidad, por la ideología única del consumo, de todo lo que no entre en sus coordenadas.
Es así como el consumo de la sangría y la paella se extiende como oferta hostelera autóctona (no tengo nada contra ellas, simplemente como ejemplo). Que los toros se mantienen a pesar de lo ruinoso como negocio, «para no enfadar a los turistas pudientes españoles», que los carteles en euskara se descuelgan en favor del inglés o el francés, «por simple pragmatismo empresarial», que las formas más absurdas y ridículas se imponen por su actualidad en las llamadas revistas del corazón o en la telebasura. Que la especulación hace imposible mantenernos en una vivienda de ese cogollo acogotado por turistas (parque temático) y nos envía al extrarradio del negocio. Como escribía hace unas semanas un periodista de un diario estatal: «El turismo descontrolado es como Atila, acaba con la cultura local».
Dicen que en la Comunidad Autónoma Vasca, el turismo representa el 6% del PIB. Un punto más en Gipuzkoa. En el Estado español llega al 11,2%. Ojo, que el impacto no es únicamente económico. Y, a la vez, que en la misma medida que los viajeros llegan a nuestra tierra, condicionados o no por la industria turística que muestra sus tendencias en función de sus ganancias, también nosotros viajamos a otros lugares. «Padecemos» el turismo, pero asimismo, fuera de nuestras fronteras, lo incitamos.
Esta es una de nuestras paradojas más notables. De las grandes contradicciones en las que vivimos, enfrentados a una sociedad que deseamos transformar, aunque sumidos en ella. Es necesario un gran debate, transversal incluso, sobre el turismo. Para superar nuestras propias contradicciones, pero también para diseñar el modelo al que aspiramos. Que no tiene que ver, en absoluto, con ese turismo-consumo al que, parece, estamos abocados.