Últimamente se está produciendo una activa reivindicación de la música histórica escrita por mujeres. No en vano, el de la composición ha sido uno de los gremios más ostensiblemente dominados por el patriarcado hasta hace apenas unas décadas: componer era cosa de hombres, y las mujeres que escribían música a menudo firmaban con un pseudónimo masculino o lo hacían a la sombra de sus padres, hermanos, etc. Ese es el caso de las mujeres compositoras más famosas, Clara (Wieck) Schumann y Fanny (Hensel) Mendelssohn, pero también el de Barbara Strozzi, una músico de extraordinario talento que logró hacerse un renombre en la vida artística veneciana gracias al apoyo que le brindó su influyente padre, quien le facilitó estudiar con Francesco Cavalli y hasta creó una academia para que ella mostrase en público su virtuosismo como cantante.

Finalmente, Strozzi alcanzó un enorme prestigio en su propia época, y su nombre ya era conocido antes de que comenzara el movimiento de recuperación de la obra de mujeres compositoras. No en vano, es la autora que más cantatas de cámara creó en todo el siglo XVII. Y no solo eso: sus composiciones son excelentes, con un uso de la voz muy avanzado para la época (escribía para cantarlo ella misma) y un riguroso pero extraordinario tratamiento de los textos, de una expresividad. El monográfico que le dedicó la Quincena Musical en el 400º aniversario de su nacimiento permitió descubrir su arte a través de una variedad de obras: dos cantatas, dos ariettas y dos dúos, que supusieron un gran reto para la soprano Maria Espada y la mezzo Marta Infante.

Ambas lograron superar con creces las complejidades de la línea vocal que requiere Strozzi, con muchas inflexiones expresivas, pasajes muy agudos, gran exigencia en el control del aire, y todo esto al servicio de una expresividad dramática e intensa, pegada a la historia que se narra en cada estrofa de unos textos que hablan de pasiones, despechos, de la vejez e incluso de crímenes por amor.