«El nivel de alerta de seguridad en Noruega no ha sido modificado como consecuencia de los ataques a los edificios gubernamentales y Utøya». Es la escueta nota con la que la embajada noruega informaba de la normalidad que mantenía su país tres días después de que Anders Behring Breivik matase a 77 personas en el centro de Oslo y en la isla de Utøya. El ánimo con el que los noruegos enfrentaron la masacre lo resumió el primer ministro noruego, Jens Stoltenberg, al declarar el mismo día de los atentados: «Nuestra respuesta es más democracia, más apertura, más humanidad».
El 22 de julio se cumple el primer aniversario del ataque más grave sufrido por Noruega desde la II Guerra Mundial, pero a diferencia de otros lugares -EEUU es el ejemplo más claro tras los atentados a las torres gemelas- la masacre no ha servido de argumento para instaurar la doctrina de la seguridad y aumentar las prerrogativas de ejércitos y policías.
Y eso pese a que la presión, sobre todo desde el exterior, fue fuerte. En los días posteriores al ataque, la prensa internacional ejerció de trampolín de excepción para lanzar todo tipo de sospechas sobre la Policía, a la que acusaban de reaccionar tarde y mal. El debate y la presión, sin embargo, no calaron en la sociedad noruega, que una semana más tarde de los acontecimientos elevaba la popularidad del primer ministro al 80%.
Stoltenberg, que confesó tener en todo momento en mente la nefasta gestión de los atentados del 11-M por parte del PP, se negó a aventurar cualquier autoría cuando distintas voces apuntaban ya hacia un posible atentado islamista. El tiempo le dio la razón y, al conocerse que el asesino era noruego, esbozó el discurso que ha mantenido durante este año: «Estos actos querían causar el pánico entre la población noruega, pero no dejaremos que eso ocurra. Noruega es una sociedad abierta».
Y en efecto, el Gobierno -compuesto por el Partido Laborista, el Partido Socialista de Izquierda y el Partido de Centro- ha seguido adelante con un programa de Gobierno en el que el tema de la seguridad queda relegado al antepenúltimo punto de un total de 18. A modo de comparación fácil, la respuesta del PP a su gestión de los atentados de Atocha fue un programa electoral que en 2008 tenía como primer punto «Derrotar al terrorismo» y como cuarto punto «Hacer de España un país más seguro».
Noruega, uno de los últimos baluartes del Estado de Bienestar, se ha aferrado durante este año a unas señas de identidad que lo han convertido en lo que algunos consideran el último país socialista de Europa y que lo ha llevado a encabezar desde hace décadas el Índice de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas. Un modelo de Estado protector que deja manga ancha a los ciudadanos para encaminar sus pasos hacia lo que quieran, los cuales responden pagando unos impuestos elevadísimos, sabedores de que el Estado hará de colchón cuando las cosas no les vayan tan bien. Un país donde la sanidad y la educación privadas apenas tienen sentido y en el que el petróleo es «propiedad de todos los noruegos», con un modelo de gestión de hidrocarburos envidiado en todo el mundo. Un modelo inclusivo que paga 1.200 euros al mes a los inmigrantes a cambio de recibir clases de noruego.
Este es el modelo que Breivik quiso dinamitar y que el Gobierno ha defendido con firmeza, gracias a lo cual ha recibido el apoyo de la población. Un apoyo acrecentado por la debacle del ultraderechista Partido del Progreso en las últimas elecciones municipales -en 2009 fueron la segunda fuerza más votada-, propiciado por la pertenencia de Breivik al partido en su juventud. Pese a ello, sigue habiendo noruegos que observan con recelo en gran aumento de la inmigración -13% de la población- y en las filas más conservadoras se ha instalado aquello de que «lo que hizo está muy mal, pero algo de razón tenía».
En todo caso, pese a que se admite que la integración de la inmigración es una asignatura pendiente, este discurso apenas ha calado entre los noruegos. Que la población ha apoyado el mensaje del Gobierno lo refleja el reciente transcurso del juicio a Breivik, en el que, lejos de soflamas incendiarias y peticiones de pena de muerte para el acusado, la ciudadanía se limitó a reunirse en una plaza a cantar una canción pacifista odiada por Breivik.