Cientos de españolas y españoles despidieron con arengas de «a por ellos» a policías y guardias civiles que desde distintos cuarteles del Estado partían en los últimos días de setiembre a ocupar Catalunya. El resultado fueron las cargas del 1 de octubre contra personas que sólo pretendían votar. ¿Y qué? Generaron dolor, impotencia y rabia entre una mayoría de catalanes y contribuyeron a descalificar la «Marca España» en el mundo democrático. Y hoy, un mes después, esos miles de agentes armados viven aislados en barcos y barracones, quejándose de sus condiciones vitales y deseando regresar a casa, un futuro que cada vez se les presenta más lejano. Si en los próximos días vuelven a las calles a «restaurar el orden» y detener autoridades, podrán descargar su ira o su patriotismo contra la población, pero eso no va a mejorar su aceptación entre la ciudadanía.
Las senadoras y senadores del PP recibieron ayer con una ovación al presidente del Gobierno español, Mariano Rajoy, cuando llegaba al pleno en el que se iba a permitir la usurpación de la autonomía catalana. Los aplausos entusiastas volvieron durante los tramos más duros de su discurso, el primero cuando anunció la decisión de cesar al president de la Generalitat, Carles Puigdemont, y al resto de miembros de su Govern. Esos jaleos eran la expresión senatorial del «a por ellos» callejero. Las ovaciones molestaron a una parte del unionismo, que no veía qué había que celebrar en las decisiones que estaban adoptando. Alguien se dio cuenta de que los impulsos primarios de la derecha española volvían a ser un error de comunicación, por lo que cuando se iba a votar, las senadoras y senadores del PP volvieron a recibir con una ovación a Mariano Rajoy y a los miembros del Gobierno, pero se les prohibió que aplaudieran el resultado de la votación (214 votos a favor del 155, 47 en contra y 1 abstención).
Ese silencio obligado era tramposo. Dentro de quienes tanto habían aplaudido seguía el sentimiento de «a por ellos» que les había llevado a las ovaciones anteriores. Solo Mariano Rajoy, con gesto circunspecto y un tanto acongojado durante varios tramos del pleno, parecía ser consciente del jardín en el que se estaba metiendo España y su Gobierno. Una cosa es firmar decretos en el Consejo de Ministros, y otra poder llevarlos a buen puerto sobre el terreno. ¿Puerto? Tomen ejemplo de los del barco de Piolín. Recuerden Vietnam.