Mirando con perspectiva la deriva política en Catalunya en estos últimos seis años, las dos ideas más recurrentes del presidente español, Mariano Rajoy, han sido «eso no ocurrirá» y «el Estado tiene mecanismos suficientes». En la primera se ha mostrado como un pésimo agorero; todo lo que ha negado ha ido pasando. En la segunda, Catalunya ha constatado que sí, que el Estado tiene un arsenal considerable: primero fue el no, no y no político, el mero desprecio; luego, el muro del Tribunal Constitucional; más tarde, las multas y querellas; y al final, en un salto inédito y a la desesperada, este 155 que entierra el Estado de las Autonomías.
Sin embargo, en una pirueta inesperada y aparentemente contradictoria, Mariano Rajoy ha hecho el movimiento que se reconoce como más profundo, inesperado y a la vez arriesgado de toda su carrera al convocar a las urnas el 21D. ¿Iniciativa propia, sugerida o impuesta? Es pronto para saberlo, pero sí se pueden dibujar los escenarios que anidan en la mente del Estado español, y concluir que muchos de ellos le salen caros, pero con un índice de probabilidades de que se produzcan muy diferente.
1. El 155 iba a ser un infierno. La primera hipótesis, ya superada, es que esta cita electoral se adelantara al 21D por la consciencia de que la aplicación diaria del 155 iba a ser un infierno. Las resistencias de los responsables legítimos y funcionarios catalanes eran ya expresas en casos tan sensibles como el de los bomberos.
Curiosamente, este escenario ha sido disipado en parte por la propia convocatoria (el periodo del gobierno con mando a distancia se acorta mucho sobre los seis meses previstos) y en parte por la decisión de las instituciones legítimas –Govern y Parlament– de no dilapidar energías en esa batalla.
Si los comicios se hubieran celebrado en abril de 2018, ¿a cuál de las dos partes habría beneficiado electoralmente un caos administrativo prolongado, con impacto directo en la vida ciudadana? ¿Cuál de las dos partes hubiera pagado la factura: el españolismo invasor o el independentismo atrincherado? Eso ya nunca lo sabremos.
2. El independentismo no iría a las urnas. Rovira (ERC) se declaró ayer convencida de que el Estado pensó que las fuerzas independentistas, o al menos algunas, optarían por el boicot. Esa fue de hecho la primera pulsión de muchos al conocer el 21D, pero pronto se impuso la convicción de que renunciar solo serviría para dejar camino libre al unionismo. PP, PSC y C’s no iban a tener reparo alguno en tomar las instituciones (ahora sí mediante las urnas y no el 155) aunque la participación se quedara en un 30-40%.
Así las cosas, el independentismo concurrirá, si bien remarcando en todo momento (desde el PDeCat a la CUP) que la cita es ilegítima, ilegal y no se desarrolla en igualdad de condiciones por la represión.
3. El 155 será disuasorio (para los partidos). Entremos ya en los escenarios aún posibles. Una de las líneas de trabajo del Estado es que el 155 tenga efectos disuasorios sobre los programas electorales y lleve a alguna formación a priorizar la defensa de la actual autonomía sobre la independencia, en la línea de lo hecho en la CAV por su lehendakari, Iñigo Urkullu. Aquí encajaba perfectamente la apuesta por Santi Vila como candidato destinado a virar al PDeCat hasta ese perfil soberanista.
Los encarcelamientos del jueves han torpedeado esta opción. No solo han «quemado» a Vila, sino que han probado al independentismo en su conjunto que no le queda otra opción que mantener el rumbo. «Ahora ya no hay más remedio que ganarlo todo», dicen que fue una de las últimas frases de Junqueras antes de ir a prisión.
4. El 155 será disuasorio (para los votantes). Una variante de esta última opción es que los partidos mantengan el rumbo pero sean sus votantes quienes sucumban a esa amenaza latente. En otras palabras, que muchos de ellos piensen «¿para qué vamos a votar si aunque ganemos no va a servir de nada?». Varios portavoces del PP ya han dicho que aplicarían el 155 de nuevo si perdieran los comicios, y podemos apostar a que insistirán en ello durante la campaña, pero no parece tan sencillo dar un segundo golpe similar y eternizar la excepcionalidad tras una nueva derrota electoral. Entonces sí cabría pensar en una resistencia activa en Catalunya... y en que a alguien en Europa se le acabara la paciencia.
5. La represión hará el trabajo (por activa). Los medios del Estado repiten machaconamente que la represión persistente tuvo efectos positivos en Euskal Herria: «Ilegalizamos HB, cerramos ‘Egin’ y no pasó nada», en palabras del exministro García-Margallo. Es muy verosímil que los estrategas de Moncloa piensen que multando, deteniendo y encarcelando frenarán la disidencia; es su lógica discursiva habitual. Pero está por ver el impacto de esa estrategia en una ciudadanía como la catalana, para la que la represión política es algo muy nuevo y, por tanto, quizás no un factor de desestímulo sino un revulsivo.
6. La represión hará el trabajo (por pasiva). La ilegalización es una amenaza sibilina, que sienten sobre todo en la CUP (aunque anecdóticamente las operaciones de esta semana hayan tenido en la diana a miembros de PDeCat, ERC y CSQP). Es claro que los sumarios en marcha por «rebelión» ya allanan el camino a cualquier tropelía posterior. No parece que eso vaya a ocurrir de modo inminente (la Fiscalía está archivando las querellas para prohibir la CUP de modo automático), pero Madrid sí juega descaradamente con la mera amenaza. Y también con la disposición de algunos periodistas a coadyuvar, otra lección que ya tiene precedentes en Euskal Herria: resultó significativo el interés anteayer por preguntar a Marta Pascal (PDeCat) si en su programa iría la defensa de la República catalana, así como el modo en que la portavoz evitó precisarlo.
Así que esos programas quizás se acaben escribiendo con pies de plomo, casi con tinta china. Aunque en el fondo todo tenga un punto de absurdo; como han defendido los abogados ante la AN sin ningún resultado, sus defendidos solo han aplicado los programas electorales que se registraron legalmente en 2015 (sin que entonces nadie viera nada ilegal) y que luego fueron refrendados por la ciudadanía en las urnas. Porque el problema en España, como explicaba en estas páginas Iñaki Iriondo, no es escribirlo (ser independentista) sino practicarlo (ganar las elecciones y actuar en consecuencia).
7. El unionismo está movilizado. Las manifestaciones de Barcelona de los domingos 8 y 29 de octubre han sacado a la calle al unionismo, que confía en que ello se traduzca también en un vuelco electoral. En sus discursos, Josep Borrell ha tirado de las orejas expresamente a esa gente al entender que no fue a las urnas el 27 de setiembre de 2015, pero lo cierto es que entonces votó nada menos que un 77% frente al 67% de 2012. Para que el argumento tenga base científica, el 21D la participación tendría que alcanzar cerca del 85%, algo que parece ilusorio.
Porque lo que es claro y está archipobrado es que el indepentismo sí está movilizado: lo probó el 1-0 no solo en números (nunca había superado los dos millones de votos) sino también en el compromiso para defender los colegios con sus cuerpos. Y a quien quisiera desmovilizarse por cansancio o hartazgo, los golpes de Madrid no se lo facilitan precisamente.
8. El miedo guarda la viña. El Estado confía también en el factor miedo, la resistencia humana al cambio, el vértigo habitual a lo desconocido. Con la proclamación de la República el independentismo cruzó ese Rubicón: ya no está dibujando una expectativa futura, sino muestra un nuevo Estado a la vuelta de la esquina, aunque sin estructuras definidas y con un Proceso Constituyente parado obligadamente por la coyuntura. Su ventaja es que con esta ofensiva ha desnudado las miserias y cloacas de ese Estado. En la reflexión de las personas indecisas, ¿podrá más lo malo conocido o lo bueno por conocer?
En este sentido, aunque no se trate de un referéndum y no haya un debate argumental al uso sobre pros y contras de la independencia, este 21D no va a ser muy diferente de aquel 18S de Escocia. Y Madrid sabe que entonces ganó lo malo conocido.
9. La zanahoria de la reforma. A sabiendas de que tanto el espacio de los comunes-Podemos como los indecisos y abstencionistas son claves, al Estado le queda también la baza de aparentar que aún es posible una reforma, constitucional o del tipo que sea. En la oleada represiva de estos días han pasado desapercibidas las declaraciones del ministro de Exteriores, Alfonso Dastis, el viernes a ‘‘Le Figaro’’, en las que habla de «volver a ofrecer posibilidades de diálogo para encontrar un arreglo que haga coincidir las aspiraciones de los catalanes a una mayor autonomía, e incluso se puede pensar en una modificación de la Constitución». El surrealismo llega cuando Dastis ofrece que en este proceso se pueda llegar a algo parecido al Estatut de 2010, cuyo «cepillado» instado por el PP provocó esta deriva.
En resumen, todo inverosímil y, sobre todo, contradictorio con la involución absoluta que refleja la doble estrategia 155/Estremera, pero una carta más sobre la mesa que Dastis se ha encargado de enseñar.
10. Y, al final, lo que no está en sus manos. Claro que también puede pasar algo que parece más probable sin duda que cada una de estas opciones anteriores tomadas una a una. Es que el independentismo mantenga intacta su estrategia, encuentre un modo eficaz de concurrir a las urnas, se sobreponga a la represión con la determinación ya probada, gane incluso simpatías por su propuesta propia o por comparación contra la ajena, no se desvíe con ningún anzuelo de última hora, y termine siendo mayoría de nuevo el 21D. Y con ello, desborde al Estado por tercera vez consecutiva: ya lo ha hecho el 1-0 con el referéndum y el 27-0 con la proclamación de la República.
¿Será el 21-D la tercera? ¿Y la definitiva?