Trump llegó hará un año a la Casa Blanca tras vencer en unas presidenciales en las que, entre otras promesas, incluyó el «reconocimiento» de Jerusalén como capital sionista y la mudanza de la embajada estadounidense de Tel Aviv.
Ya entonces se abrió en los círculos propalestinos un debate entre los que pronosticaban que el presidente de EEUU, forzado por el establishment, modularía su promesa y se mantendría dentro del redil reaganiano, y los que ansiaban que hiciera efectiva su amenaza, lo que a ojos de las lentillas del «cuanto peor mejor» serviría para desenmascarar la hipocresía de Washington y activar la lucha palestina.
Más allá de dirimir al ganador del debate, me temo que la cuestión es otra y se relaciona con el realineamiento de la política de EEUU en Oriente Medio por parte de Trump. Su objetivo pasa por deshacer el seguro que escaso –pero en días como hoy recordado con nostalgia– legado de Obama. Para Trump el archialiado regional es Israel. Y el único aliado árabe la satrapía saudí y adyacentes. Todo ello frente al único enemigo: Irán. Abróchense los cinturones. Esto, por mucho que les pese a los palestinos. Va mucho más allá de Jerusalén.