Iraia OIARZABAL

Manos y corazón para superar fronteras físicas y mentales

Tras la estela de tres bomberos navarros que en 2016 viajaron al campo de refugiados de Idomeni, en Grecia, decenas de voluntarios se han sumado a una iniciativa que, frente a la dejadez institucional, atiende a las miles de personas atrapadas en las fronteras europeas.

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Cobijados entre las grandes murallas de la Ciudadela de Iruñea, la conversación fluye entre la frustración y la satisfacción. Xabi Alonso, Bego Zestau, Irati Lizarribar, Hegoa Arrieta y Leire Itoiz saben bien que los muros pueden perfectamente proteger o destruir vidas. Los viajes que han realizado a campos de refugiados en Grecia y Serbia les han enseñado la peor de ambas caras.

La iniciativa Help-Na, de la que forman parte junto a otras 50 personas aproximadamente, se remonta a marzo de 2016, cuando tres bomberos fueron a Grecia, al campo de refugiados de Idomeni, movidos por las imágenes del éxodo de personas que llegaban desde allí. «Estuvieron allí unos 15 días y aquello les impactó de una manera que a la vuelta vieron que algo tenían que hacer», relatan. Entre el grupo de bomberos de Nafarroa empezaron un sistema de relevos de manera que la gente iba por el tiempo que podía pero garantizando siempre una asistencia. Esta iniciativa se solapaba con otro grupo catalán de bomberos que lleva el nombre de EREC.

Más tarde vino la idea de viajar a Serbia, cuando empezaron a verse duras imágenes en televisión. Se decidió ir allí y se creó una iniciativa llamada No Name Kitchen que a día de hoy sigue funcionando. «Nació de la nada. Se ocupó parte de un edificio en Belgrado y se empezó a suministrar comida. Repartíamos las cenas porque las comidas las daba Hot Food Idomeni, que es otro colectivo inglés que ha estado dando de comer a refugiados desde que empezó el problema prácticamente», explica Alonso. A ellos se unía un grupo de italianos y croatas que daban el desayuno.

Partiendo de esa iniciativa se abrieron a otras necesidades tan elementales como suministrar ropa, el acceso a una ducha, leña para encender hogueras... «Imagínate 20 días con la misma ropa, sin ducharte otros 30... Eso ha mejorado mucho», apunta.

Zestau recuerda su experiencia en Idomeni como algo desgarrador y añade a continuación que lo vivido recientemente en Serbia es «lo siguiente a ese desgarro». «Para mí, es como una cuchillada. La herida que puede dejar en esas personas es todavía más profunda. No sé ni si se curarán», apostilla.

Hablan de una flagrante vulneración de los derechos humanos ante la que, pese a su labor de asistencia, es imposible no sentirse en cierta manera impotente. «Es una dejadez de las instituciones, un rechazo hacia ellos. No ves que haya una solución a corto plazo, sino que esto va a seguir en el tiempo porque es un cúmulo de cosas que en Europa va a reventar», sostiene Alonso. A ello se une la falta de concienciación, más perceptible tras visitar los campos: «Es un éxodo masivo de personas que vienen descolocadas a otro continente. Es duro de ver, porque aquí parece que no pasa nada; vienes y te das cuenta de que son dos mundos», añade este cocinero de 43 años.

Lizarribar es enfermera y ha vuelto hace pocas semanas de Serbia. Explica que allí sigue llegando gente, aunque la mayoría lleva un año o incluso dos atascada en el país balcánico, con intentos constantes de pasar la frontera y el desgaste que ello supone. Según los datos que manejan, en total hay unas 8.000 personas refugiadas en Serbia. Las familias están en los campos, que son una decena aproximadamente. En los barracones con la frontera croata, donde han estado estos voluntarios, hay unas 150 personas: la mayoría son ciudadanos afganos, junto a paquistaníes, libios y argelinos. Se trata de gente joven, muchos de ellos menores, y en su mayoría hombres que viajan solos.

Han conocido historias verdaderamente duras allí. «Me acuerdo de un chico que estuvo de Bulgaria a Serbia viajando tres días metido en una maleta. Era súper pequeño, pero cuando llegó tenía los pies totalmente dormidos. Ellos no se quieren registrar, tienen miedo de que les deporten a Bulgaria; por tanto, ir al hospital es como un capricho que se lo tienen que plantear. Me acuerdo que estuvimos toda una semana dándole masajes para que se le despertaran las piernas. Estas situaciones crean muchas dudas en el camino», relata Lizarribar.

Condiciones de vida inhumanas, en lugares insalubres donde la subsistencia depende de la asistencia voluntaria. «En Belgrado se estaban intoxicando porque quemaban traviesas de tren. Estaban amarillos cuando llegamos en febrero y, cuando empezamos a hacer los repartos, un médico me dijo directamente: ‘Aquí no hacen falta médicos, hace falta que traigáis madera’. Fíjate qué cosa más mínima», relata Alonso.

Un parche que ayuda, no soluciona

«No vamos de salvadores del mundo», dicen. Se percibe en su relato: son conscientes de que su labor es una importante aportación pero no la solución. «Personalmente esto cuesta muchas cosas. Cuando vas a un lugar de estos ves la realidad que aquí no te muestran. Es como una herida que no se va a cerrar y esa herida la tienes aquí cuando regresas. Somos personas que vamos con muy buena intención pero no dejamos de tener nuestras vidas, nuestro trabajo y nuestras historias personales. Lo que hacemos allí es un parcheo, pero arreglarlo es muy difícil», confiesa Alonso.

Lo vivido en propia piel hace inevitable su crítica a las políticas de asilo e inmigración de Europa. También respecto a las grandes ONG que, según apunta Alonso, actúan condicionadas por esas mismas instituciones que hacen dejación de sus obligaciones. «Hay mucho dinero de por medio. Hay mafias, gobiernos corruptos, policía corrupta... Hay un entresijo que yo todavía no lo entiendo pero que se palpa en el ambiente. Hay pueblos que luchan por tener un campo de refugiados. ¿Por qué? Porque eso genera pasta. Se ha creado una especie de ‘business’ a raíz de esto y eso ya es lo más triste. Es la mayor degradación humana, que alguien se pueda lucrar con la miseria ajena», denuncia.

De vuelta en Euskal Herria, esperan regresar pronto porque el problema sigue ahí. «En la frontera húngara a veces hay incluso tres vallas y cuando pasan les echan los perros. En la frontera croata hay controles policiales durante 24 horas, con la inversión que eso supone. Luego dicen que no hay para la integración pero dinero para otras cosas ya hay. Quienes vienen de Croacia y Eslovenia no tienen ocasión de pedir asilo, los deportan directamente», explica Lizarribar. También señalan que, aunque el foco mediático no ha llegado aún allí, en Quíos (Grecia) la situación también es alarmante. «Siguen arribando barcos y Grecia no da de sí».

Durante su estancia en Euskal Herria dedican parte de su tiempo a divulgar su labor, concienciar para sumar aliados. «En Grecia vi tan claro que los próximos podemos ser nosotros que no dudé en que tenía que aportar lo que podía. Me ha colocado en otro plano ante el mundo en general y ante mí misma», afirma Zestau. Cuestionada por esa claridad con la que vio que la situación en los campos de refugiados es extensible a casi cualquier persona, lo argumenta: «La gente que estaba allá era gente como yo. Tenemos una idea confundida de las personas a las que llamamos ‘refugiadas’ y de las personas migrantes. Que si son pobres, que no tienen dinero, nos sorprende que tengan un móvil... Es justo lo contrario: quien sale es quien tiene dinero porque quien no lo tiene no sale. Me he encontrado con profesores, médicos, arquitectos, sicólogos, familias enteras... que de repente un día les cayó una bomba al lado. Cuando se vulneran tan brutalmente los derechos humanos de otra persona, los propios se tambalean. Entonces digo, ¿dónde me ubico yo aquí?».