Del carácter de Mari Abrego dice bastante el hecho de que hace dos años, en junio de 2016, le tuvieron que recordar que estaba ante el 30 aniversario de una expedición grabada con letras oro en la historia del alpinismo vasco. Se lo explicó al compañero Iñaki Vigor en una de las últimas entrevistas que ofreció, en la que rememoró aquella ascensión al K2, la segunda montaña más alta del planeta; una cumbre mítica donde las haya que colmó las ilusiones de un Mari Abrego que ayer falleció a los 73 años.
Por ser los primeros montañeros del Estado español en lograrlo, por hacerlo en un estilo alpino innovador para la época –la expedición la componían solo él y Josema Casimiro– y en unas condiciones de descenso infernales, aquella ascensión al ochomil más exigente que existe fue el clímax de su carrera, según confesión propia: «En el mundo del montañismo, el K2 era mi meta total y absoluta desde que empecé a ir a Pirineos con 14 o 15 años. Yo idealicé esa montaña. ¿Por qué? Pues no lo sé. Leía libros sobre el K2 y me parecía que era como hablar de la Luna o de Marte», explicó a GARA hace dos años.
Su relación con el Himalaya había empezado, sin embargo, años antes, participando en la también histórica expedición navarra de 1979 al Dhaulagiri, hollado finalmente por Iñaki Aldaia, Xabier Garaioa y Gerardo Plaza. Fue el primer ochomil del alpinismo vasco. Le seguirían cimas de renombre como el Jannu (1981), Makalu (1984), Nanga Parbat (1992), Broad Peak (1995) y Cho Oyu (1999). En cuanto al ochomilismo, constan también cuatro intentos al Everest –participó en las expediciones de 1985, 1987, 1989 y 1990– y otro al Kanchenjunga.
En paralelo, fijó su atención en los Andes, logrando abrir varias vías inéditas en moles como el Huascarán o el Huandoy, en Perú. Pero su relación con la cordillera andina está irremediablemente ligada con el techo de América, el Aconcagua, que ascendió en 25 ocasiones, una de ellas, por ejemplo, con un grupo de invidentes, y otra con su hija Nerea, la misma que acababa de nacer en 1986 y cuya foto sostiene Abrego en la fotografía que acompaña al texto.
No sería justo, sin embargo, dedicar a los logros alpinos todo el obituario de una persona que nunca se jactó de ellos. «No quiero entrar en esa dinámica de interpretar las valoraciones que han hecho sobre mi o sobre mis logros en la montaña. Prefiero no opinar. Yo estoy contento con lo que viví, estoy contento con los más cercanos y con la forma en que celebramos aquella ascensión, con cenas y así, a lo clásico de nuestra tierra», explicaba en la entrevista.
En aquel documento también manifiesta, desde la perspectiva que dan siete décadas de vida, que en realidad en su vida «no ocupa un lugar especial el montañismo», aunque su biografía lo desmiente. Abrego siempre estuvo ligado a la montaña, ya fuese como guía en expediciones comerciales –de las que también fue pionero– o tras el mostrador de la tienda Mendi Kirolak.
Abrego fue uno de los principales referentes de una generación de alpinistas –también lo era el recientemente fallecido Xabier Erro– que abrió los caminos del Himalaya a los que vendrían después. Unos pioneros que pusieron a este pequeño país en el mapa del alpinismo global. Los Iñurrategi, Juanito Oiarzabal, Txikon, Pasaban u Ochoa de Olza que llegaron después no hicieron, de hecho, sino ensanchar el camino que esta generación empezó a abrir a base de mucha voluntad, espíritu aventurero y expediciones maravillosamente precarias en las que las barras energéticas eran platos de alubias rojas, las bebidas energéticas litros de patxaran y el mayor gozo, fumarse un trujas en la cumbre.