«Aquello era sucio, parecía una guarida de bandidos, hacía mucho frío. No había agua, ni comida, y los presos tenían una cara de hambre como no había visto en mi vida. Solo te permitían tener dinero y piojos, que eran abundantes. Para comer, nos daban caldo de agua a todas horas». Así comienza el relato que hizo Jacinto Ochoa del panorama que se encontró tras su llegada al presidio de Ezkaba, a donde fue trasladado desde la cárcel de Iruñea. También conoció las prisiones de Ondarreta, Palier, Yeserías, Carabanchel, Puerto de Santa María y Burgos, hasta que salió definitivamente en libertad con 44 años de edad, tras pasar más de media vida encarcelado.
Según decía en la entrevista de ‘Punto y Hora’, entre los presos del fuerte de Ezkaba «no existía una relación directa política», sino que «cada uno se juntaba con los de su pueblo», y añadía lo siguiente: «Nos unía el riesgo y la actitud combativa para salir de aquel agujero en busca de la libertad, y motivado también por el aplastamiento al que éramos sometidos diariamente».
Esa situación fue la que le impulsó a participar en la gran fuga del 22 de setiembre de hace 80 años. «Cuando estás ahí dentro solo piensas en escapar, y vimos que la única posibilidad era copar la guardia interior, y así lo hicimos, sin afán de revancha hacia la guardia y a los funcionarios. Si hubiera habido ánimo de venganza, hubiéramos matado a funcionarios y al mismo teniente de la guardia exterior, con quien nos topamos a la salida cuando venía de Pamplona, y no le hicimos nada. Solamente resultó muerto un soldado de forma fortuita, puesto que comenzó a gritar; le dieron un golpe con tan mala suerte que cayó muerto», recordaba.
Jacinto Ochoa apenas estuvo dos días libre tras la fuga, ya que fue apresado en Sorauren, un pueblo situado a pocos kilómetros de Ezkaba. Un grupo de carlistas quiso matarlo allí mismo, pero un sargento de requeté le salvó la vida. «Yo le juré y perjuré que no había disparado, y me mandó en un autobús al fuerte. Si no es por su mediación, ahora posiblemente estaría muerto», reconocía en el año 1979.
La inmensa mayoría de los otros reclusos que participaron en la fuga no tuvo tanta suerte. «La caza al preso fue impresionante. Al último que detuvieron fue en agosto, cuando la fuga había sido en mayo. Le llamábamos Tarzán, porque estuvo todo ese tiempo en el monte de San Cristóbal, realizando incursiones por las huertas de los alrededores».
Tras ser apresados y enviados de nuevo al fuerte, las represalias fueron atroces. A catorce de los evadidos les fusilaron en la Ciudadela, y quienes siguieron vivos sufrieron un auténtico calvario. Así lo relataba Jacinto Ochoa: «Nos metieron en celdas sin luz en la parte que da a la carretera de Guipúzcoa, sin mantas, sin cama, sin tabaco ni dinero, ni platos, ni cucharas, sin visitas, con cinco minutos al día para salir a beber agua. Recibíamos continuos vergazos y palizas por parte de los funcionarios. Esto duró cinco meses».
Este vecino de Uxue salió en libertad atenuada en setiembre de 1940, pero en noviembre de 1942 fue detenido en Iruñea y trasladado de nuevo al fuerte tras ser acusado de espionaje y de actuar contra la seguridad del Estado.
El fracaso de la gran evasión no consiguió que desistiera de intentar una nueva fuga, y lo consiguió junto con un amigo de Abaurrea que trabajaba de ayudante de cocina en el comedor de los funcionarios, donde había una reja con barrotes. «Decidimos serrar los barrotes. Lo hacíamos en días de tormenta, ya que entonces no pasaba la guardia exterior, con un serrucho que lo cogíamos y dejábamos en el puesto de guardia. Cuando los barrotes estaban con un hilico, nos fugamos dejando los barrotes de tal forma que no parecía que habían sido serrados. Nos dirigimos a Sorauren, pasamos la carretera, y monte a través fuimos hasta las Abaurreas. Allí nos dieron pan y jamón y nos dijeron que pasásemos cuanto antes a Francia, así lo hicimos».
De esa forma consiguió Jacinto Ochoa la libertad, en setiembre de 1944. Pero su espíritu combativo le impulsó a incorporarse a la guerrilla de los maquis y entrar de nuevo en el Estado español para enfrentarse de forma armada al régimen dictatorial, siendo detenido dos meses después y encarcelado de nuevo.
En la citada entrevista también narraba cómo era la situación médica en el fuerte de Ezkaba: «Desastrosa. El médico era entonces García San Miguel, que luego pasó a ser director del centro sanitario penitencial de San Cristóbal. Estabas tumbado en el suelo, te preguntaba qué tenías y con el pie te daba la vuelta y te recetaba un purgante. No sé para qué servía ese purgante, porque no comíamos apenas. Cuando la fuga masiva, un preso quedó herido por rebote de bala en una pierna y no siguió la fuga. Tras el apresamiento, nos encontramos en el fuerte y tenía la pierna totalmente infectada. Alguien dijo que era bueno la orina, y todos pasamos a orinar en su herida. Con unos alambres le sacamos un pedazo de bala que tenía incrustado y un pedazo de calcetín. Cuando venía el médico, íbamos para que nos diese pomadas y se las aplicábamos a la herida. No sé cómo no se murió aquel hombre, intoxicado con las mezcolanzas que le aplicábamos».
También reconocía que «el sufrimiento y el aplastamiento» que padecieron los presos en Ezkaba hizo mella en ellos, pero dejaba claro que no tenían afán de venganza: «Cuando te pegaban una paliza, la gente aguantaba sin gritar y volvía eufórico de la misma».
Jacinto Ochoa fue un auténtico superviviente de las cárceles franquistas. Salió libre en 1964 y murió en Iruñea en octubre de 1999, cuando tenía 82 años de edad.