Nos hemos reído mucho del ínclito gallego, de sus alcaldes y vecinos, de sus muchas tardes y buenas gracias, pero Mariano Rajoy es un parlamentario como la copa de un pino. Otra cosa es que la soberbia le pueda. Es mucho mejor parlamentario que presidente, de hecho. Lo muestra el hecho, evidente, de que teme más una rueda de prensa con preguntas que un debate a cara de perro en el Congreso de los Diputados. Durante la moción de censura, con el desparpajo de quien da una causa por perdida y con la altivez de quien se sabe mucho mejor orador, se volvió a estrenar como jefe de la oposición. El nivel retórico del propio Pedro Sánchez –por no hablar de un pésimo José Luis Ábalos– se lo puso en bandeja.
Tiene un léxico admirable, una retranca profunda, una pose barroca y un castellano antiguo y culto que resuena a primer tercio de siglo XX. En un Congreso de altura sería un parlamentario medio; en el español es Churchill. Zapatero lo sufrió en carne propia, todavía se está lamiendo las heridas. Eso sí, las armas que utilizó como jefe de la oposición se le volvieron en contra como presidente.
Hablamos sobre todo de Catalunya y el Estatut, pero también de Euskal Herria. Las hipotecas que firmó como jefe de la oposición le ataron de pies y manos como presidente a la hora de dar pasos que tenía muy a mano. Que se lo digan a David Pla, Iratxe Sorzabal y Josu Urrutikoetxea, aburridos en Oslo. Y mira que era fácil. Es la dualidad de la que nunca se zafará Rajoy: temible parlamentario, lamentable presidente.
El jueves por la mañana vimos al primero en acción, almorzándose a Sánchez y Ábalos sin atragantarse. El mismo día por la tarde, su ausencia en el hemiciclo mostró todas las limitaciones del segundo, del jefe de Gabinete paralizado que se esconde tras un plasma, que no asume sus responsabilidades y hace de la inacción todo un programa de Gobierno. El campeón de Rajoy estuvo ocho horas metido en un restaurante cercano al Congreso. La decisión del PNV de apoyar a Sánchez in extremis requirió una pesada digestión.
Ayer vimos a un Rajoy diferente. Golpe encajado, elegancia más o menos forzada, control de los tiempos y ambigüedad en cuanto a su futuro. Dos frases: «Ha sido un honor ser presidente del Gobierno, ha sido un honor dejar una España mejor que la que encontré». «Suerte a todos ustedes, por el bien de España». ¿Sonó a retirada? Mucho decir cuando hablamos de alguien mil veces dado por muerto y otras mil veces renacido.
El cuajo podrido
Del Rajoy presidente, al que conviene no cantar el réquiem, nos queda una manera de hacer que sacaba de sus casillas a propios y extraños. Ya podía estar el país ardiendo que el jefe de gobierno seguía con su puro y su “Marca”. Su indecisión fue su mejor virtud y su peor defecto. Nunca se precipitó, pero pocas veces llegó a tiempo. En la cabeza de Rajoy, si un problema se esconde, desaparece. Ha sido un presidente-avestruz.
El cuajo con el que ha encarado graves crisis como la económica, la catalana o los casos de corrupción ha sido frecuentemente loado, pero ha acabado por pudrir todos los escenarios. Deja un Estado hecho trizas. La flamante recuperación económica pende de un hilo sin empezar siquiera a revertir la peor consecuencia de la crisis: la rampante desigualdad. La crisis catalana se cerró en falso y las consecuencias de poner a jueces en vez de negociadores políticos todavía están por llegar. Y tras años sin hacer nada cuando sabía lo que venía con casos como Gürtel, la corrupción endémica que acompaña a la estructura de poder en el Estado español le ha estallado en la cara. El silencio hizo a veces parecer estadista a un mediocre jefe de Gobierno.
¿Pero de verdad se va? «Habla quien posiblemente dentro de poco tiempo tenga que abandonar la actividad política», dijo Rajoy en 1987 como vicepresidente de la Xunta, en una moción de censura contra el gobierno que encabezaba Xerardo Fernández. Perdió el cargo y, efectivamente, se retiró a su puesto de registrador de la propiedad en Alicante. En 1989 regresó al Congreso. El resto es historia conocida.