El logro comunitario de la jornada de ayer tiene que ver con el trabajo bien hecho por Gure Esku Dago, con la fuerza de las tradiciones emancipadoras vascas, con el momento político e incluso con la inercia. Pero además se inscribe en una corriente global en favor de la democracia, la libertad y la igualdad. Es cierto que esa tendencia convive con otra opuesta, reaccionaria, autoritaria y belicosa. Y que el desequilibrio de poder entre las dos es tremendo. Pero hay indicadores y claves que llaman a una esperanza realista.
Irlanda puede ser la nación que marque la pauta independentista en Europa en los próximos años. El Sinn Féin ha planteado un plazo de cinco años para hacer un referéndum sobre la unidad de la isla. Parece viable y el Brexit es un factor determinante.
A diferencia de vascos, catalanes y corsos, pero también escoceses, el de los irlandeses es un caso de irredentismo, es decir, su independentismo tiene rasgos poscoloniales y su objetivo es acabar con la segregación de su territorio. Su paradoja respecto a sus movimientos hermanos en Europa es que quieren unirse, no separarse. Evidentemente, eso marca diferencias en el discurso y la estrategia. Pero la clave en todos esos movimientos por la libertad es un cambio en la cultura política. El republicanismo y la igualdad son ejes transversales. Esto se va a ver reforzado por la irrupción de nuevas generaciones y otras formas de politización.
En Irlanda los referéndum para el matrimonio igualitario y para derogar la octava enmienda y poder legalizar el aborto han sido a la vez consecuencia de un cambio en la cultura política y germen de nuevos desarrollos en la misma. La campaña por los derechos de las mujeres ha sido espectacular y ha tenido características que marcan ese cambio. Destaca la participación; gran parte del voluntariado no estaba adscrito a partidos; era la primera vez que se involucraban en política; ha sido intergeneracional y equilibrado en todo el territorio; y ha sido capaz de interpelar a diferentes sectores, es decir, ha segmentado de manera eficaz su mensaje y sus energías. Esa energía y esa ambición ha pasado de norte a sur, y ayer llegó a Belfast.
Hemos visto esos cambios en la cultura política en Escocia y Catalunya. Pese a lo fascinante de ambos procesos, en ninguno la decantación de las posiciones fue suficiente. Cuesta rehacer una estrategia.
El fatalismo es el arma del poder. No sabemos cómo sería el mundo ahora si el Partido Demócrata no hubiese conspirado contra Bernie Sanders, si Syriza no hubiese capitulado ante el chantaje de la UE, si el referéndum de Escocia hubiese sido una semana más tarde y las tendencias se hubiesen asentado, si el resultado del 1-O en Catalunya hubiese sido del 55% a favor de la independencia… Es inútil, porque aunque todo eso hubiese pasado, podría haber ganado Trump, podrían haber machacado igualmente a los griegos, haber perdido Escocia el referéndum y podían haber establecido el estado de excepción en Catalunya.
Lo cierto es que, en todos esos casos, los demócratas estuvimos muy cerca de ganar. Y es igual de cierto que estamos muy lejos de perder. El fatalismo que insuflan esos poderes, la idea de que las cosas no puede ser de otra manera, no tiene más fundamento que el desequilibrio de fuerzas. No es poco, claro. La historia, sin embargo, demuestra que a veces mucha gente dando lo mejor de sí misma puede vencer a esos poderosos que por una mezcla perversa de intereses e ideología quieren acabar con la ambición democrática de una mayoría.
Del otoño catalán recuerdo especialmente a Carles Puigdemont terminando sus mensajes con un solemne «Democràcia i llibertat». Es una posición invencible, pero hay que lograr que también sea una opción vencedora.