Beñat ZALDUA

De cuando Suárez cambió el rumbo de la transición con el aeropuerto Prat de la Riba

Se puede entender que, con solo 84 diputados y con la derecha al ataque, el margen de maniobra del PSOE sea nulo. Cuesta más entender, sin embargo, la necedad con la que intenta tapar esa limitación.

El titular, evidentemente, es falso. Todavía no estamos a 28 de diciembre, aunque ayer lo pudiera parecer. Josep Tarradellas era el presidente de la Generalitat en el exilio cuando Adolfo Suárez y Juan Carlos de Borbón hacían equilibrios para mantener bajo control una transición que en Catalunya vieron peligrar tras ganar la izquierda las primeras elecciones en junio de 1977. Solo 12 días después de los comicios, Suárez autorizó el viaje a Madrid de Tarradellas, que en setiembre subió al avión del empresario vasco Luis Olarra para reunirse primero con Suárez y después con el Borbón.

La operación Tarradellas estaba en marcha. Culminó poco después, en octubre, con el regreso del president a Barcelona, lo que supuso la restauración de la Generalitat –y con ella la legitimidad republicana en Catalunya– antes de que la Constitución de 1978 existiese.

Es algo que a menudo se olvida: la restauración de la Generalitat no vino por la vía constitucional, fue aprobada por Suárez y el monarca para atar en corto el cambio que venía. No estamos como para idealizar a estas alturas a los pilotos de aquella transición, pero cabe reconocer que la de Tarradellas fue una jugada audaz que sirvió para neutralizar la combatividad de la izquierda en Catalunya con una medida que sedujo a una mayoría de catalanes. En las siguientes elecciones, las autonómicas, Pujol ganó holgadamente. En su movimiento, Suárez y el Borbón no dudaron en saltarse a la torera la legalidad vigente.

Imaginemos ahora que, en vez de eso, para atajar el conflicto que Catalunya planteaba a mediados de los 70, Suárez hubiese decidido, como magnánimo gesto, poner el nombre de Prat de la Riba al aeropuerto de Barcelona, en honor al primer presidente de la Mancomunitat, la protoautonomía de principios del siglo XX. No, ¿verdad?

El nivel de estulticia de las medidas con las que el Gobierno de Sánchez trata de aplicar su «política de ibuprofeno» en Catalunya –la descripción es del inefable ministro Borrell– alcanzó ayer nuevas cotas. No solo por el unilateral cambio de nombre del aeropuerto, sino también por la declaración sobre el fusilamiento del president Lluís Companys, que no tiene nada que ver con la anulación del Consejo de Guerra.

La supuesta medida estrella del Consejo de Ministros no tardó en estrellarse contra la hemeroteca. El Gobierno de Zapatero ya reconoció en 2009, mediante escrito oficial entregado en México a la nieta de Companys, que su abuelo «sufrió violencia por razones políticas e ideológicas, siendo injustamente condenado a muerte por una sentencia impuesta por un ilegítimo Consejo de Guerra». La líquida política de símbolos, que también afecta de lleno a la actual Generalitat –véase el episodio de las flores durante la reunión entre Torra y Sánchez, así como la absurda disputa sobre la naturaleza de aquel encuentro–, está alcanzando límites insoportables.

¿Qué vino a buscar el Gobierno español a Barcelona? La pregunta es pertinente. Si quería demostrar que gobierna con normalidad en Catalunya, el despliegue de miles de policías lo desmiente. Si quería demostrar que no tiene nada que envidiar a PP, Ciudadanos y Vox, las portadas de ayer –y seguramente hoy– en la prensa madrileña le recordarán que esa es una batalla perdida. Si de verdad pretendía un acercamiento a la ciudadanía catalana, la masiva protesta que acompañó su presencia le recordó que esto no es una inflamación que se pueda tratar a ibuprofeno limpio.

Y por el camino, tamaño despropósito hizo que una noticia positiva para la sociedad y políticamente útil para el Gobierno en sus esfuerzos contra la derecha –el incremento del SMI y del salario de los funcionarios– pasase completamente desapercibida. ¿Nadie pensó en todo esto?

Catalunya no necesita gestos ni antiinflamatorios. Tampoco bautizos ni símbolos. Lo que reclama, desde hace años y entre muchas otras cosas, es la gestión efectiva de las infraestructuras aeroportuarias, así como la anulación definitiva del Consejo de Guerra que condenó a Companys. El PSOE puede alegar que tiene las manos atadas con solo 84 escaños y la derecha desatada. Y es comprensible, pero en justa reciprocidad cabría exigirles que no tomen a la sociedad catalana –y a todo ser adulto– por el pito del sereno.