Hace diez días el secretario de Estado de EEUU, Mike Pompeo, anunciaba la vuelta al Gobierno, en calidad de enviado especial para ayudar «a restaurar la democracia y la prosperidad en Venezuela» de un viejo conocido: Elliot Abrams. A sus 71 años, con una carrera que se extiende por las administraciones de tres presidentes diferentes (Ronald Reagan, George W. Bush y Donald Trump), a lo largo de cuatro décadas, este acérrimo sionista es bien conocido por haber ayudado y encubierto a dictadores y genocidas en América Latina, por haber jugado un papel clave en el escándalo Irán-Contra bajo el mandato de Reagan, por su ardiente apoyo a la invasión y destrucción de Irak de 2003 y por haber dado luz verde al golpe de Estado fallido contra Hugo Chávez de 2002.
Elliot Abrams siempre ha sido un titiritero que ha movido los hilos de dictadores, escuadrones de la muerte y narcotraficantes al servicio de la política imperial de EEUU. Fichado por Reagan en 1981 para el Departamento de Estado, pocos han hecho tanto como Abrams para subvertir los derechos humanos en América Latina. Después de que el batallón Atlacalt, unidad de élite del Ejército salvadoreño creada en la Escuela de las Américas del Ejército estadounidense, perpetrara las matanzas más horrendas, como la muerte en diciembre de 1981 de 900 aldeanos en El Mozote, Abrams, ni corto ni perezoso, alabó «el profesionalismo» del batallón mientras atacaba a los periodistas que informaron de la masacre. Blanqueó públicamente, sin pudor alguno, las atrocidades de la Contra nicaragüense, del régimen genocida del general Efrían Ríos Montt en Guatemala y de la Junta Militar argentina.
Fue la figura clave del cambio de Reagan respecto a Panamá, en el cual se transformó al general implicado en el narcotráfico, Manuel Noriega, de amigo a enemigo. Poco antes de la invasión de aquel país, preguntado Abrams si buscaba un cambio de régimen, respondió impertérrito: «Panamá no debe ser gobernado por un general, sino por un gobierno civil electo». Mientras tanto, huelga decir que EEUU apoyaba dictaduras militares e intentaba destruir gobiernos electos como el de Nicaragua.
En 1986, saltó a la prensa el acuerdo secreto de «armas por rehenes» entre EEUU y su archienemigo Irán. El escándalo Irán-Contra estaba servido en el menú. Abrams dio luz verde a que los ingresos de la venta de armas se usaran para pagar a la Contra, que a su vez traficaba con drogas para financiarse. Con el tiempo se conoció que Abrams trabajó codo con codo con el condenado coronel Oliver North para dar apoyo a la Contra y que buscó las contribuciones económicas de terceros países. Los fiscales prepararon un escrito de acusación brutal contra Abrams por su papel en el escándalo, pero este decidió declararse culpable y cooperar, y no pasó un solo día en la cárcel. George W. Bush lo indultó en la Nochebuena de 1992.
En 1997, los neoconservadores William Kristol y Robert Kagan fundaron el think-tank Project fot the New American Century (PNAC) para «promocionar el liderazgo global de EEUU». Como Abrams, muchos de los halcones que sirvieron con George W. Bush, como Dick Cheney, Donald Rumsfeld, Paul Wolfowitz o John Bolton, trabajaron en el PNAC que, entre otros, explicitaba como objetivo «el cambio de régimen en Irak».
Pero antes de Irak vino el golpe de Estado contra Hugo Chávez, que lo apartó del poder durante 47 horas, del que fue uno de los arquitectos intelectuales. Las reformas socialistas y la nacionalización de activos comerciales extranjeros para financiar programas sociales había sacado de sus casillas a Washington y Wall Street. Según publicó la prensa, Abrams conocía de antemano todo, aprobó el golpe y había recibido días antes al empresario venezolano Pedro Carmona, al que iban a reconocer como presidente legítimo.
No solo fue un entusiasta del cambio de régimen en Bagdad. Su rastro vuelve a aparecer en 2006. Como sionista fanático, dirigió el esfuerzo de la Administración Bush para evitar y subvertir la formación del gobierno de unidad en Palestina entre Fatah y Hamas.
Abrams ha vuelto a escena, vuelve a las andadas, esta vez con el intento de golpe de Estado contra el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro. Cierto es que el hecho de que Trump lo haya fichado ha dejado perplejo a muchos observadores, no solo porque Abrams no apoyó su candidatura presidencial, sino porque Trump es crítico con los neoconservadores, calificó la guerra de Irak como «el mayor de todos los errores», y no se muestra especialmente motivado en reconstruir países y expandir «la democracia» por el mundo. Pero, en cualquier caso, ha aceptado que su asesor de Seguridad Nacional, John Bolton, lo haya contratado.
Su nominación es un acontecimiento amenazante y siniestro, no solo para Maduro, sino también para los millones de venezolanos que lo apoyan y para la Revolución Bolivariana. El viejo manual que Abrams tantas veces aplicó en tantos países latinoamericanos mira a Venezuela. En setiembre, "The New York Times" informaba sobre preparativos secretos entre el Gobierno de EEUU y militares venezolanos dispuestos a un golpe de Estado para derrocar a Maduro. Trump repite de manera abierta la posibilidad de una invasión, hace suya la idea de un «cambio de régimen» –que su reconocimiento de Guaidó como presidente legítimo oficializa de facto–.
En estas maquinaciones, ciertamente, Abrams juega un papel estelar, en la que, vistos sus antecedentes, seguro será una aventura brutal y sangrienta.