El objetivo de las principales formaciones ultras, en medio del bloqueo del Brexit, no pasa en este momento por que los países sigan el ejemplo de Gran Bretaña y vayan uno a otro vaciando de miembros a la Unión, sino por intentar reventarla desde dentro con una minoría de bloqueo en la Cámara de Estrasburgo. Para ello necesitarían sumar un tercio de sus diputados.
Aparcado tácticamente el Frexit, Nexit… las distintas y heterogéneas formaciones de extrema derecha aspiran a lograr una cuota de poder que les abra la puerta a la presidencia de comisiones parlamentarias y a la presentación de proyectos legislativos. Buscarían así torpedear las tradicionales políticas comunitarias infiltrándose en el seno de las instituciones europeas para desacreditarlas aún más y proceder a la lenta pero definitiva desintegración de la UE.
Las encuestas auguran a este magma de formaciones, pero a las que une un sustrato ideológico común, entre un 20% y un 35% de los escaños (150 a 262 de un total de 751 escaños).
Se da, por tanto, por hecho, que incrementarán de forma importante sus apoyos respecto a las elecciones europeas de 2014, en las que ya canalizaron el malestar por los demoledores efectos de la crisis global de 2008, logrando un centenar largo de asientos.
Además de contar con unos bajos niveles de participación –inferiores al 50% en la práctica totalidad de las circunscripciones estatales–, las elecciones a un parlamento, el de la UE, que se percibe como lejano –cuando no ajeno– y políticamente intrascendente se han convertido en el escenario para la expresión del malestar con el establishment político de los distintos países a través de un voto de castigo que beneficia a este tipo de formaciones.
Eso fue lo que ocurrió en las europeas de 2014. Aquellos resultados –a modo de ejemplo, el FN de Le Pen fue la formación francesa más votada– fueron sin embargo el preludio de una ola reaccionaria mundial que tendría sucesivos episodios en la respuesta xenófoba a la llegada masiva de refugiados de 2015, en el resultado del referéndum del Brexit, en la victoria de Donald Trump en las presidenciales de EEUU y, ya el año pasado, en el rotundo triunfo electoral del nostálgico del golpismo brasileño, Jair Bolsonaro.
Una oleada que no supieron o no pudieron prever las encuestas, lo que dibuja un escenario abierto y muy preocupante.
Y es que hay sondeos que auguran que, con la participación británica en los comicios, y dando por descontada la victoria del Partido del Brexit, sucesor del UKIP y liderado asimismo por Nigel Farage, esas distintas formaciones podrían convertirse en la primera fuerza de la Cámara por delante de la derecha del Partido Popular Europeo (PPE) y del grupo socialdemócrata (S&D), formaciones históricamente mayoritarias y que ven peligrar su hegemonía bipartidista y sus tradicionales coaliciones para repartirse el poder al estar sumidas en una grave crisis, existencial en el caso de los partidos socialistas-socialiberales-laboristas europeos.
Pero para ello deberían primero lograr el máximo de la horquilla que les auguran las encuestas y, lo que resulta a priori más difícil, unirse luego en un solo bloque. Y es que estas formaciones presentan un largo historial de desencuentros tanto entre unas y otras –su fidelidad patriotera comienza y acaba en sus respectivos Estados-nación– como en su interior.
El caso del propio UKIP, que implosionó tras ser la fuerza británica más votada en 2014 y dos años después logró su sueño del «sí» al Brexit, es paradigmático, pero no el único. Las experiencias de alianzas con la derecha homologada en algunos países europeos han evidenciado contradicciones internas que han derivado en escisiones en el caso de algunas formaciones ultras.
Estas se articulan actualmente en tres grupos parlamentarios en Estrasburgo. Europa de las Naciones y de las Libertades (ENF) agrupa a Le Pen y su Rassemblement National (RN, antes FN), a Salvini y su Lega, así como al FPÖ austriaco y el holandés PVV, de Geert Wilders, entre los más importantes. Europa de las Libertades y la Democracia Directa (EFDD) incluye, además de al UKIP, a la alemana AfD y a Demócratas de Suecia. En este grupo están asimismo enclavadas formaciones no ultras y englobadas en el término-chicle de populistas, como es el caso del M5S italiano. Ocurre lo mismo con los Conservadores y Reformistas Europeos (GCRE), donde está adscrito el PiS polaco y otras formaciones ultras e integristas escandinavas.
Esta vez, sin embargo, no está tan claro que la ultraderecha se mantenga tan disgregada. Las buenas expectativas electorales están sirviendo de acicate a Salvini para impulsar la unión.
La cumbre ultra de ayer en Milán (feudo de la histórica Lega Nord) evidenció que su líder ha arrebatado el liderazgo a Le Pen, presente en la cita. La Lega, que podría ser la formación con más europarlamentarios (26) en Estrasburgo, por delante de la CDU alemana de Angela Merkel, planea la formación de un «supergrupo» a partir del ENF actual y ha logrado sumar al AfD, al Partido del Pueblo Danés y a los Verdaderos Finlandeses, hasta ahora los tres alineados en otros grupos parlamentarios.
No obstante, y pese a su sintonía personal, Salvini no logró que el primer ministro húngaro acudiera a Milán. Viktor Orban, cuya adscripción en el PPE ha quedado en suspenso, ha optado por nadar y guardar la ropa y prefiere esperar a ver los resultados en la noche del domingo, que le auguran unos muy apetecibles y decisivos 13 escaños (de 21 en juego en Hungría)
El PiS polaco también se ha quedado fuera por sus recelos por la excelente sintonía tanto de Le Pen como de Salvini con el presidente ruso, Vladimir Putin.
Vuelven así a quedar en evidencia las diferencias entre las formaciones de extrema derecha del este y del oeste de Europa, diferencias que van más allá de la cercanía, geográfica versus política, del «Oso ruso».
Entre las formaciones occidentales abunda la asunción de un cierto grado de modernidad cultural. El paradigma de ello es el PVV de Wilders, que defiende los derechos de los homosexuales (lo era su propio fundador. Pym Fortuyn) y coquetea con el feminismo, aunque siempre para apuntalar su islamofobia.
Por contra, en Europa Central y Oriental esas formaciones tienen un discurso cultural arcaico y reivindican un integrismo cristiano que remonta a la época de entreguerras del siglo pasado. Como si el casi medio siglo bajo la égida soviética fuera un paréntesis, un mal sueño.
No es esa la única diferencia que cruza el universo de la extrema derecha y en no pocos casos conviven en un mismo país varias tendencias, desde la de los nostálgicos sin complejos del nazismo-fascismo a la de los partidos que buscan una pátina de respetabilidad limando las aristas más extremas.
Precisamente con el objetivo de unir a esta amalgama de grupos europeos desembarcó Steve Bannon en Europa. Principal estratega de la exitosa campaña que aupó a Donald Trump a la Casa Blanca, Bannon fue despedido por el presidente estadounidense a mediados de 2017 y desde entonces se ha propuesto unificar a las extremas derechas europeas a su imagen y semejanza. Para ello ha fundado The Movement, con sede precisamente en Bruselas, y lidera la creación de un centro de formación de la futura élite ultra en una cartuja (monasterio) en Trisulti, no lejos de Roma.
Su iniciativa, que incluye una alianza con los sectores más ultraconservadores de la curia vaticana y cuenta con financiación de multimillonarios xenófobos y racistas de EEUU y de la propia Europa, no parece haber tenido hasta ahora demasiado éxito.
Pero Bannon y los suyos están tejiendo redes, y sus conocimientos sobre manipulación electoral, que tan buenos resultados dieron en EEUU y en Brasil, son una baza no desdeñable. Con todo, es probable que Bannon haya infravalorado las reservas políticas y culturales de las extremas derechas europeas ante el padrinazgo USA.
Pero, más allá de desconfianzas, de diferencias internas y de especificidades estatales, la mayoría de estos partidos responden al mismo perfil de reacción a una era marcada no solo por la crisis de las clases medias sino por la heterodoxia, la fragmentación social y el relativismo cultural. Unos tiempos complejos ante los que la democracia liberal, que estas formaciones personifican en la UE, muestra graves carencias para generar nuevos consensos. Parafraseando a Jan-Werner Muller en su “Wast is Populismus? Ein Essay”, la extrema derecha es, en el seno del llamado populismo, «la sombra que proyecta la democracia representativa».