En todo el Estado español, miles de presos y represaliados experimentaron en sus carnes la crueldad del régimen nacido tras la victoria en 1939 del bando sublevado, en forma de trabajos forzados, palizas e incluso ejecuciones. No pocos de estos episodios se dieron en Euskal Herria y van saliendo a la luz. Por ejemplo, en Lezo.
Es desapacible el tiempo esta mañana de sábado, la lluvia no cesa, pero las personas que nos hemos apuntado a la visita guiada del grupo Etxetxo a los escenarios donde tuvieron que trabajar y (sobre)vivir los esclavos del franquismo vamos bien equipadas y en un par de horas estaremos de nuevo al abrigo de nuestras casas. Muy distinto debía de ser el panorama para aquellos hombres en los que se cebó el régimen franquista; dormían en hoyos practicados en el suelo, con hojarasca como colchón y como manta. Solo cuando sus captores comprendieron que de seguir así iban a perder valiosa mano de obra se dignaron a levantar unos barracones. Los restos de estas edificaciones han soportado mal que bien el paso de los años, cubiertos de maleza. Ahora salen de nuevo a la luz y enfrentan al visitante a una realidad ocultada, vergonzosa para quienes cometieron aquellos desmanes y necesitada de reconocimiento y reparación para quienes los sufrieron.
En realidad, la reparación ya es imposible, pues según los investigadores del grupo Etxetxo Lezoko Memoria Historikoaren Elkartea no queda nadie con vida de aquellos esclavos. El último del que tenían noticia ha sido Sebe Sistiaga, fallecido este pasado 10 de mayo a los 97 años de edad. Otros, como el bilbaino Luis Ortiz Alfau, tuvieron tiempo de denunciar incansablemente a aquel régimen siniestro y a sus esbirros. Luis lo hizo hasta su muerte, registrada el pasado marzo a los 102 años de edad. Es posible, claro, que a lo largo del Estado español viva todavía algún trabajador forzado de los de Lezo, pero no hay constancia.
Ni el verde intenso ni las flores que crecen por doquier en las riberas de la carretera que sube de Lezo hasta el alto de Guadalupe, para descender luego hasta Hondarribia, consiguen borrar de la mente del visitante otras imágenes, las de las penalidades sufridas aquí mismo por miles de presos y que nos desgrana el guía de Etxetxo, Joxe Luix Agirretxe. Para empezar, hubo quien no salió con vida de estos parajes; a tiros fueron muertos Fidel Martínez (gijonés, 25 años, el 26 de febrero de 1940), Carlos Corral (jienense, 25 años, el 13 de mayo de 1940) y Adolfo Gutiérrez (santanderino, 22 años, el 3 de setiembre de 1946). Una de estas muertes fue especialmente cruel: el preso se había alejado unos pocos metros de su barracón, con intención de hacer sus necesidades, pero un centinela interpretó que se fugaba y dio la voz de alarma. Otro soldado disparó y mató al preso. Al menos otros cuatro presos murieron a consecuencia de un desprendimiento de tierras cuando trabajaban en la zona de Erroteta.
Hasta 1948
¿Quiénes eran, cómo llegaron a esta franja montañosa del Cantábrico, aquellos hombres? Hay que retrotraerse a 1937, cuando los sublevados contra la República dan a conocer su «Decreto del Nuevo Estado», en el que se contemplan los Batallones de Trabajadores, que se formarán con presos de guerra (80%) y militares del bando nacional (20%), encargados estos últimos de organizar y vigilar a los primeros. La función de los presos será aportar su fuerza de trabajo en distintas obras y fábricas, siempre ayudando a los sublevados. Tres años más tarde, su nombre cambia a «Batallones Disciplinarios de Soldados Trabajadores», y en estos se integran también los jóvenes que habían cumplido el Servicio Militar con la República desde 1936 hasta 1939, «mili» que por no ser considerada válida en la nueva situación tienen que repetir. Aunque en diciembre de 1942 fueron disueltos la mayor parte de los BDST, hasta 1948 existieron aquellos formados por presos con condena y reclutas desafectos al régimen.
Los «esclavos» de Lezo fueron agrupados en cuatro batallones, alcanzando un número cercano a los 3.000 hombres. El grupo Etxetxo, incansable en su búsqueda de testimonios verbales y escritos, ha puesto ya nombre y apellido a 1.500 de aquellos presos, y todavía le resta un batallón completo por identificar. Al igual que en el norte de Nafarroa, Irun, Oiartzun… en Lezo los Batallones de Trabajadores, en sus sucesivas variantes, fueron destinados en su mayor parte a la construcción de infraestructuras. En concreto, fue con su trabajo forzado como se abrió el tramo de carretera entre Erroteta y la iglesia de Guadalupe, la actual GI-3440. Otro grupo importante tuvo como labor la construcción de los búnkeres de la línea «Vallespín» en Gaintxurizketa, pues el naciente régimen temía un ataque aliado desde el Estado francés, temores que se demostraron infundados. «Setas de vanguardia» les llamaban, por su peculiar forma, a aquellos inútiles búnkeres.
Los castigos, en el casco urbano de Lezo
Lo cierto es que en Lezo y sus alrededores se concentraban en los años de la primera posguerra miles de hombres a los que de alguna manera había que organizar y alojar. Todo indica que sus guardianes ponían más empeño en la primera de las labores, la de organizar su explotación, que en la segunda, proporcionarles albergue y un trato humano. Los testimonios recogidos por Etxetxo coinciden en citar a un tal ‘Pinocho’ como militar especialmente cruel, con poco que envidiar a los temibles SS de los campos de concentración nazis. Algunas fuentes indican que habría sido él quien disparó al preso arriba citado, el protagonista de un inexistente intento de fuga. Palizas y escarmientos públicos eran su especialidad; aunque las víctimas de su saña trabajaran en el monte, los castigos se aplicaban en el casco urbano de Lezo, a la vista de los vecinos, se supone que con ánimo ejemplarizante.
Explotados, mal alimentados, mal cobijados… no resulta extraño que las enfermedades se cebaran en los trabajadores forzados. Uno de ellos se haría famoso con el paso de los años: Marcelino Camacho, uno de los fundadores y primer secretario general del sindicato Comisiones Obreras (1976-1987). Camacho contó en su libro de memorias que llegó a Jaizkibel en enero de 1942 y que su batallón, el 94, fue destinado a construir la citada carretera. «Apenas llevaba una semana en el campamento cuando tuvieron que trasladarme a la enfermería por una fiebre que me consumía. Eran fiebres tifoideas. Tras permanecer entre la vida y la muerte durante 42 días me trasladaron al Hospital Disciplinario de Zumaya, donde mi estado empeoró, hasta el punto de que en determinado momento me dieron por muerto y me bajaron a la morgue. Afortunadamente, en el último momento se dieron cuenta de que aún respiraba y volvieron a subirme a la habitación. Pocos días más tarde, la fiebre desapareció».
Años más tarde, ya fallecido Camacho, familiares suyos visitaron Lezo y mostraron su agradecimiento por la labor de desentrañamiento de la verdad histórica llevado a cabo en la localidad.
Aunque apenas se conserva en Lezo documentación sobre los Batallones de Trabajadores, sí se cuenta con un testimonio de excepción, el del baserritarra Mikel Salaberria Kortaberria, que siendo niño fue testigo de lo que ocurría en el entorno de su caserío, Martizkone. Así se ha sabido que en un primer periodo, en 1939, los forzados dormían en agujeros excavados en tierra, con hojas de árboles como colchón. Mikel, que ahora cuenta 87 años de edad pero disfruta de una memoria envidiable, recuerda nombres y procedencias de los presos, pues estos pasaban todos los días al lado de su caserío y le daban conversación. «Los había canarios, andaluces, asturianos, santanderinos… y vascos, claro. Los primeros que trajeron, los del 39, pasaban un hambre terrible. Nosotros teníamos entonces un manzanal bastante grande y los pobres se comían todas las manzanas que daba, hasta la última. Una vez se cayó de un carro de intendencia una caja llena de tomates, pequeños y muy verdes todavía, y se rompió; casi antes de que tocaran el suelo ya se los habían comido», indica Mikel.
En cualquier caso, el episodio más espeluznante sobre el hambre que sufrían los presos y del que fue testigo Mikel ocurrió en un local de Lezo en el que trabajaban varios de ellos. No es apto para estómagos delicados, pero aquí va: los presos sabían que bajo unas maderas apiladas en el lugar había un nido de ratas, y las hicieron salir de su escondrijo: según salían, las mataban con un golpe de pala y las arrojaban al caldero donde preparaban la comida. Una de las ratas consiguió esquivar los palazos, pero un preso se arrojó sobre ella y consiguió atraparla. El roedor le mordió en la mano, pero a su vez el preso mordió a la rata en la cabeza, la mató, y la añadió al caldero.
Joxe Luix Agirretxe, del grupo Etxetxo, ha guiado hoy al grupo, sendero arriba desde el casco urbano de Lezo hasta los barracones de Iparragirre. Impresiona toparse en medio del bosque con los agujeros, ya muy colmatados, en que dormían los presos. Pocos metros más allá, rodeados de una vegetación exhuberante, aparecen las primeras edificaciones, con los muros en bastante buen estado, pero sin tejado: «Eran de madera y el tiempo los ha hecho desaparecer» explica en euskara Luix, que va contando a los visitantes el ímprobo trabajo llevado a cabo durante los últimos tres años para limpiar de vegetación y sacar a la luz estos barracones, testimonio de la crueldad de régimen franquista.
1.500 presos identificados
Resulta difícil de entender que este complejo, verdadero campo de concentración, haya permanecido completamente desaparecido de la memoria popular de Lezo hasta hace un puñado de años. Fue el testimonio de Mikel Salaberria el que obligó a recordar, a retrotraerse a aquel negro período. «Ha habido miedo, mucho miedo. En un momento dado se dejó de hablar de los ‘trabajadores’ y luego, silencio total. Cuando Mikel nos contó lo que había en medio del bosque, cubierto de vegetación y oculto por los árboles, no llegábamos a creerle. Pero nos hizo un plano mental de los barracones, que pasamos a papel, y empezamos a buscar. Era como él decía. Y así empezó la investigación y recuperación» señala Joxe Luix.
Juan Antonio Sáez García, experto en construcciones militares, ha sido también de gran ayuda para los voluntarios de Etxetxo, que ya han identificado a 1.500 de los presos que pasaron por Lezo, localidad que en aquel entonces contaba con 2.000 habitantes. Sáez indica en un artículo titulado ‘La defensa del sector guipuzcoano de la frontera pirenaica durante el franquismo: los campamentos militares en 1951’ que el complejo de barracones de Erroteta se transformó en Campamento Lezo Bajo, mientras que el de Iparragirre se convirtió en Campamento Lezo Alto. En este último destaca el especialista el enorme edificio destinado a dormitorio de tropa: «Un barracón de 120 metros de longitud y 6 metros de ancho». Se trata del barracón destinado originalmente a albergar a los presos.