Isidro Esnaola

La hipocresía del discurso sobre el comercio internacional en evidencia

Parece que las organizaciones agrarias son las que mejor conocen cómo se las gasta la Unión Europea. Sus rápidas valoraciones se centraron en denunciar a Bruselas porque esta vez, como tantas otras anteriormente, van a terminar sufriendo las consecuencias de sus políticas comerciales. Apuntaron acertadamente que tanto cuando hay acuerdo –como el firmado recientemente con Mercosur–, como cuando hay desacuerdo –como en este caso con la industria aeronáutica de por medio–, siempre acaban pagando los agricultores. Lo cierto es que la UE vela, sobre todo, por los intereses de los grandes grupos industriales.

Su valoración contrastó con la de la mayoría de actores políticos que vieron filón para meterse con Donald Trump –y de paso esconder la responsabilidad de la UE en lo ocurrido– y se lanzaron a criticar los nuevos aranceles, como hubieran sido otra ocurrencia más del presidente norteamericano, cuando en realidad se trata de la resolución de un conflicto entre EEUU y la UE que lleva latente más de 15 años. La Organización Mundial del Comercio ha terminado castigando a la Unión Europea por prácticas económicas ilegales, esto es, contrarias a las normas del comercio internacional. El dictamen evidencia que las ayudas de Estado a empresas locales en detrimento de sus competidoras foráneas no se limitan a los aranceles, sino que cuentan con un amplio abanico de instrumentos. Y tampoco es una costumbre exclusivamente europea: EEUU se enfrenta a un expediente similar en el seno de la OMC por las ayudas que otorgó a Boeing. Una lección importante para situar en sus justos términos las actuales guerras comerciales.

En este contexto de constante y sistemática transgresión de las reglas por parte de los Estados para beneficiar con recursos públicos a las compañías propias, hablar de competencia –ya sea en el mercado internacional o en el mercado interno– es simplemente una quimera. Los Estados intervienen en los asuntos económicos de una manera directa, saltándose sus propias reglas; y los poderosos, mucho más.

Queda una conclusión clara: el futuro del tejido productivo propio exige que haya detrás un Estado vasco que lo respalde.