Es un número más para la estadística, seguramente ni siquiera eso, porque es un número oficioso; no le hicieron el test, como a muchos, especialmente a las personas mayores, las grandes sacrificadas de esta crisis sanitaria. Pero ama nos dijo adiós en su lecho, sí, en su lecho de muerte, como nos gusta escribir a los que escribimos. Exhaló su última bocanada de aire en su cama, en su cuarto, en su casa.
Esa cama en la que, de crío, corría a meterme cuando mi aita se iba a trabajar a horas en que ni siquiera habían puesto las farolas en la calle. Estudiaba un rato, cada día, al calor de su camisón y reservaba unos minutos, antes del desayuno, para apagar la luz de la mesilla, pegarme a ella y disfrutar en silencio. Como se ha ido ella. En su cuarto, ese cuarto con el mismo armario, el mismo aparador que entonces, la misma silla a un costado, el mismo joyero… Allí sentado a su lado, horas, sus últimos cuatro días encamada, aferrándose a la vida, respirando agitada, balbuceando, delirando… serena las menos veces, se fue pensando que era una gripe pasajera, como la de cada invierno; gripe jodida, pero gripe. Se fue rodeada de los suyos, de su familia, al menos en las fotografías que adornan la cabecera de su cama. Se fue mientras le susurraba, mientras le cogía de la mano como cuando me juntaba a ella en aquellas mañanas de la infancia. Se fue con un beso en la frente. Un gracias, un te quiero. Un te quieren. Separadas nuestras manos por un guante que no sabe de sentimientos, ni de epidermis. Con un beso del que nos separaba el plástico de una pantalla y debajo una mascarilla. Pero se fue en su cama, en su cuarto, en su casa, acompañada. Y por eso soy afortunado. Somos afortunados. Fue afortunada.
Un catarro la aquejaba desde hacía días. Incluso antes del confinamiento por decreto, por decretazo familiar ya se había quedado en casa. Pero sea como fuere, el dichoso coronavirus se lo saltó. El domingo de la semana pasada apareció la fiebre. Y el aislamiento en su casa fue ya total. Sola, con su catarro y sus gárgaras, con su malestar general, pero siempre optimista. El miércoles visita médica. Ruiditos al auscultarla que confirmaban lo peor. No hacen test. Que les den a los test. Era el coronavirus. El jueves, el pronóstico empeora. Ella, en cambio, sigue vitalista, como siempre. En cuestión de horas primera tesitura: o al hospital, donde no garantizan nada salvo que puede morir sin nadie de su familia al lado, o en casa, donde al menos alguien le dará la mano en el último aliento. No hay debate entre los hermanos. Nuestra ama, si se tiene que morir, no se morirá sola. En cuestión de minutos –lo cuento como fue–, llamada a alguien en algún lado, reunión de urgencia en el centro de salud, y sopapo de realidad. El diagnóstico vía telefónica es que el mal evolucionará a peor y rápido, cuestión de horas. O cuestión de edad. Los más jóvenes, primero. Segunda decisión: le decimos la verdad o no. No hay debate entre los hermanos. Si se tiene que ir, se irá como vivía, pensando en su café con las amigas o las rabas del domingo.
Dosis mínima de morfina, veinticuatro horas, cuatro días y medio, entre mi hermana y yo pegados a su cama. A turnos. Entre lágrimas por ella, por el resto de la familia que no le podrá decir adiós, ni decirle lo mucho que la quiere. Con una bata médica, un delantal de plástico, zapatos protegidos, guantes, mascarilla, pantalla protectora… Irreal. De película. De… no puede estar pasando. Supera una noche, un día, y otra noche, y otro día… entre pequeños momentos de lucidez en los que no perdió un ápice de su humor, porque como ella solía repetir, «no tendré watshapp, pero sí guasa». Respiración forzada, garganta seca, labios agrietados, frases incongruentes, ojos entreabiertos… Encendida, día y noche, la vela que siempre prendía para todos los suyos, ya fueras a una entrevista de trabajo, a un examen o a presentarte a alcalde. Pero para ella no surtió efecto.
Una semana ya. De repente, la respiración se hace más dificultosa. El virus, el único que no la apreciaba ni quería, avanza. De nuevo, hay que tomar una decisión. Empezar a sedarla. Esta decisión ya no tiene viaje de vuelta. No hay debate entre los hermanos, nuestra ama no va a sufrir. Primer chute. Dormida, ojos cerrados, solo su lucha interna por seguir respirando delata que sigue peleando, que todavía tenía mucho por vivir, por ver crecer a sus dos biznietos casi recién nacidos. Supera esa tarde, supera la noche. Es solo cuestión de tiempo, de horas, de un día, de dos, nos dicen. No hace falta un nuevo chute. El lunes, a la hora del café que a diario salía a echarse con las amigas, su respiración rítmica, incluidas las apneas de las que nos avisaron, de repente se ralentiza. Mirar cara a cara a la muerte no es habitual ni recomendable. A la de tu ama, menos. Lloras, esperando que al menos una lágrima tuya pueda tocar su piel y sienta que estás ahí. Le hablas, con un nudo en la garganta, voz entrecortada, la quieres, la besas en la frente, te aferras a cada una de sus últimas bocanadas de aire, la… y, de repente, todo se para. Y lloras. Aprietas su mano, su piel tan suave como la del guante que utilizas, jugueteas con su alianza, con sus venas marcadas, sus arrugas entrañables, acaricias su cara… Sientes impotencia. Sientes que es un sueño. Si fuera ley de vida, todavía, pero por este puñetero coronavirus que nos ha pasado por encima sin avisar…
Llamo a mi hermana. Viene. Entra en la habitación. Llora, nos fundimos en un abrazo interminable, llorando, enfundados en unos puñeteros disfraces protectores. Mensaje a la familia. Llamada al centro de salud. A la funeraria. Primero certificar su muerte. Segundo, llevársela después de haberla desinfectado. Salgo al balcón, quiero ver cómo se la llevan en mitad de una calle vacía. En la balconada vecina, los críos han tenido tiempo de colgar una pancarta donde despiden a su vecina, amama Luisita, y su perenne sonrisa. Y su colonia al pasar. Y lloras. Te quitas el disfraz, lo metes en una bolsa, luego en otra, y lo llevas al contenedor de basura. Y te vas a casa. Te abrazas con tu pareja, y lloras. Con tus hijos, y lloras. Y lloras vía watshapp con tus hermanos, con los tuyos. Puto coronavirus. Mi ama es un número más, oficioso, pero al menos murió en su cama, en su cuarto, en su casa, agarrada de la mano.