Llegamos, por fin, a la recta finalísima de la 68ª edición de Zinemaldia. Ya se ve la línea de meta; ya está a tocar… y a falta de unos pocos pasos, es importante detenerse en lo único que ahora mismo importa: aquello que íbamos buscando antes de que todo echara a andar. Esto es, recuperar sensaciones, reencontrarnos con este ritual capaz, ni más ni menos, que de canalizar nuestra pasión. Y si además podíamos hacerlo con la excusa de películas dignas de ser recordadas (auténtica quimera en el circuito festivalero), entonces la experiencia se habría saldado con una nota excelente.
Pues bien, ahora mismo, y a falta de conocer un palmarés que inevitablemente condicionará el balance general, debo decir que más allá del cansancio y de las ganas irrefrenables de volver al hogar, estoy exultante; emocionado, como hacía años que no lo estaba en Zinemaldia. El objetivo primordial (repito: congregarnos de nuevo frente a una pantalla gigante sin temer por nuestra salud) se afianzó gracias a lo que, pase lo que pase, parece que nunca puede fallar en este festival: una infraestructura y un equipo humano perfectamente coordinados en la aplicación de unos protocolos que, además, cuando la providencia les puso a prueba, mantuvieron el tipo. Aguantaron, y salieron reforzados.
Éramos menos de los habituales, esto sí, y esto es un dato siempre a lamentar… pero es que 2020 no está para hacer más concesiones. Pensándolo bien, dadas las circunstancias críticas en las que se ha desarrollado Zinemaldia, la verdad es que cuesta mucho visualizar un resultado final mejor del que nos ha brindado esta 68ª edición, la de las mascarillas, la de la distancia seguridad y la de la «señalética», este palabro que mi procesador de textos marca como falta ortográfica, pero que ya es parte de la Historia de este certamen.
Ya se termina un nuevo Festival de Cine de Donostia, y lo hace con la seguridad de que ha estado a la altura -crítica- de un presente apocalíptico. De verdad, lo fácil era seguir las señales del destino, es decir, tomar la vía dolorosa, la que de hecho están eligiendo algunos de los actores clave de la industria fílmica (y así nos va…). Lo evidente era plegar velas, quedarse en puerto y esperar a que el temporal se hubiera calmado de cara al siguiente curso. Pero no, el equipo comandado por Jose Luis Rebordinos (seguramente curtido en esos preciosos paseos contra los elementos que unen los cines Antiguo Berri con el Teatro Principal) quiso ver optimismo en el calendario. Y lo encontró… y nos lo mostró.
Ellos opinaron que tenían suficiente tiempo para armarse; para preparar un dispositivo de seguridad ejemplar para contener la pandemia del coronavirus (ahora mismo, la única carta válida para asegurar la viabilidad de ciertos eventos culturales)… y de paso, para pescar en el río revuelto del ecosistema festivalero. Unos meses antes, recordemos, había caído Cannes, la cita más potente del calendario, y con ello, quedaron a disposición de Zinemaldia una colección de títulos y autores sin la que ahora no se pueden entender estas reconfortantes sensaciones a las que hacía mención al principio de este texto.
Thomas Vinterberg, Naomi Kawase, François Ozon, Sarunas Bartas o, sobre todo, Dea Kulumbegashvili (el gran descubrimiento no solo del festival, sino directamente del año) han dado lustre a una Competición por la Concha de Oro que, increíblemente, ha vuelto a brillar en el año más oscuro. Incluso en Culinary Zinema pudieron desenterrarse joyas del calibre de “The Truffle Hunters”, de Michael Dweck y Gregory Kershaw, precioso documental apadrinado por Luca Guadagnino, y al que el equipo cannoise de Thierry Frémaux ya había echado antes el guante.
Pero es que además de esto, la que podríamos considerar como «cosecha propia» también rindió. Antonio Méndez Esparza y Julien Temple justificaron la inclusión de la no-ficción en la Sección Oficial a Competición, el argentino Eduardo Crespo se lució con el luminoso réquiem de ‘Nosotros nunca moriremos’ y Woody Allen cumplió con lo previsto en su postal de amor a Donostia. Aquello era ‘Rifkin’s Festival’, una fantasía fuertemente basada en recuerdos cinéfilos reales. Y esto mismo ha sido Zinemaldia.
Un certamen que además supo mimar la producción propia, ofreciendo un puñado de títulos ideal para que la maquinaria vasca conquistara también la épica de lucirse en las circunstancias más adversas. ‘Akelarre’, de Pablo Agüero, reivindicó el euskara como portentoso refugio ante la barbarie del pensamiento único, en Nuevos Directores, Imanol Rayo firmó, con ‘Hil Kanpaiak’, un más que solvente thriller rural, cuya energía no podía entenderse sin pasar antes por la comprensión de las rivalidades atávicas que siembran la tierra. Por último, y más allá del bochornoso espectáculo en sala ofrecido por Eugène Green, quedó la magia de ‘Atarrabi et Mikelats’, o sea, la más pura reivindicación de un folclore que, con razón, es la base del orgullo de cualquier pueblo, hable la lengua que hable. Chúpate esta, 2020.