Hoy jueves, 1 de octubre, se conmemora el tercer aniversario del acto de desobediencia civil más importante que ha tenido lugar en Europa durante las últimas décadas. Aquel día, casi dos millones y medio de catalanes desoyeron al Estado, y a pesar de los impedimentos de la Justicia y la actuación policial, expresaron en las urnas la voluntad de que Catalunya sea una República independiente.
Pese a que no tuvo efectos políticos, el referéndum dejó en el imaginario colectivo un pueblo comprometido con el derecho a decidir y, al frente, un régimen incapaz de encauzar de forma democrática esta demanda compartida por una amplia mayoría de la sociedad catalana. Así se demostró el día 3, cuando a raíz de la violencia desatada por los cuerpos de seguridad del Estado, Catalunya vivió un estallido de indignación sin precedentes en la historia del país.
Como es conocido, el compromiso de aplicar los resultados acabó en dos declaraciones fallidas de independencia –el 10 y el 27 de octubre– y la decisión del Gobierno español de aplicar el artículo 155 de la Constitución, mediante el cual destituyó al Ejecutivo de Carles Puigdemont, intervino las instituciones catalanas y precipitó unos nuevos comicios en el Parlament el 21 de diciembre del mismo año.
Complicidades en red
En la ciudad de Igualada, el referéndum fue posible gracias a un equipo de voluntarios que unos meses antes empezaron a organizarlo. «A mediados de julio, me llamó el alcalde para proponerme coordinar el operativo», explica Josep Maria. A partir de ahí, este trabajador ya jubilado buscó a personas de confianza para tener a punto los 21 colegios que acogieron las votaciones. Prepararon la red informática, contactaron con los medios de comunicación y definieron las medidas necesarias para que los vecinos con movilidad reducida pudieran votar.
«Las reuniones las hicimos en un sótano alejado del centro, sin línea telefónica y del cual nadie pudiera sospechar que se celebrara nada», comenta Josep Maria, que no tardó demasiado en dirigirse a los partidos y las entidades soberanistas para que reclutaran a gente dispuesta a ayudar en la infraestructura.
Mientras tanto, en el Ateneu Popular de Les Corts, en Barcelona, Xavi y otros militantes de la izquierda independentista constituían els Comités de Defensa del Referèndum, posteriormente rebautizados como Comités de Defensa de la República (CDR). En este caso, su tarea consistió en asegurar la apertura de los colegios y velar porque la jornada se desarrollase dentro de la máxima normalidad. Un hecho que tampoco se presumía muy difícil, pues Les Corts es un barrio donde los partidos cuentan con una fuerte base de afiliados y las AMPAS se implican en las actividades que se desarrollan habitualmente.
«Pero aún así preparamos el referéndum con mucha inquietud, pues sabíamos que el Estado intentaría evitar el registro electrónico y el posterior recuento de votos». Al cabo de unos días, Xavi ya contaba con un experto en informática que dedicó su tiempo libre a instalar IP alternativas para que no se bloquearan las votaciones.
También en Igualada, el grupo coordinado por Josep Maria estudió medidas para sortear cualquier inclemencia de ese tipo, aunque el censo universal estaba en la antesala por si se interrumpían las comunicaciones.
Tanto Xavi como Josep Maria recuerdan que vivieron el 1 de octubre con una mezcla de emociones, sin que eso enturbiara la finalidad última que les movía: salvaguardar las urnas, movilizar el máximo número de ciudadanos y preservar el buen ánimo durante toda la jornada. De ahí que, cuando se conocieron las primeras cargas de la Policía, decidieron apagar radios, televisiones y transmitir tranquilidad a la gente que asistía a los colegios.
También los dos recuerdan con ironía el seguimiento policial que padecieron los días previos. «Una mañana, delante de mi oficina, hubo un patrol negro con dos individuos adentro que rastreaban la zona con un ordenador para localizar mi teléfono», asegura Josep Maria.
En el caso de Xavi, la presencia de agentes infiltrados fue especialmente notoria la víspera y el mismo 1 de octubre: «Iban en pareja y se dedicaban a observar a la gente que entraba y salía de los colegios».
Pese a no saber cómo llegarían las urnas, los sobres ni las papeletas, nada se torció en los colegios de sus respectivas zonas. La complicidad, pero también la discreción de los equipos a la hora de gestionar la información más sensible, permitió que el referéndum fluyera envuelto en un ambiente que, ya entrada la noche, alcanzó la epopeya colectiva.
Un legado a reivindicar
Tres años después, nadie duda de que el 1 de octubre supuso el inicio de un camino de no retorno en el conflicto entre Catalunya y España. No solo porque certificó la desconexión emocional de una parte significativa de la población respecto al Estado; también evidenció la capacidad organizativa de una sociedad que, en los últimos años, ha expresado de forma inequívoca su voluntad de convertir la independencia en un proceso inevitable.
«Estoy convencido de que podríamos repetir aquella jornada», afirma Josep Maria. Para el activista de Igualada, el referéndum reunió a gente de tradiciones muy distintas que, al margen de su ideología, se agolparon para defender un derecho tan básico como poder votar, «y esta experiencia ha generado vínculos de afinidad muy potentes, hasta el extremo que, si hacemos un nuevo llamamiento, seguro que la gente respondería».
No opina así Xavi, para quien «ese día teníamos la oportunidad de avanzar y fallamos, mientras que ahora la represión ha hecho mella y mucha gente ha perdido la esperanza».
Aunque reconoce que el 1 de octubre tuvo el valor de mostrar que había un pueblo con la ilusión extraordinaria por votar, «hoy se antoja difícil recuperar ese ambiente».
Pese a ese escepticismo, los dos activistas creen que la clave para volver al escenario de hace tres años pasa por empoderar de nuevo a la población y, mediante la activación sostenida en la calle, arrastrar a los partidos a ser fieles al mandato del 1 de octubre.
Cierre de filas ante la represión
La inhabilitación del Quim Torra ha polarizado la política catalana cuando la atención estaba situada en las medidas que el Govern ha adoptado para combatir la pandemia.
No por anunciada, la condena al president de la Generalitat–impuesta por el Supremo por desobedecer una orden de la Junta Electoral Central que le obligaba a retirar una pancarta en defensa de los presos políticos– confirma la dinámica que se viene sucediendo desde el 1 de octubre de 2017: el independentismo sometido a una justicia empecinada en debilitar su gestión al frente de la Generalitat e impedir cualquier avance en la resolución del conflicto.
«La legislatura empezó con la inhabilitación de Puigdemont y termina con la de Quim Torra», afirmaba este martes Albert Batet, portavoz de JxCat en el Parlament. «La justicia española ha perpetrado un nuevo golpe antidemocrático contra nuestras instituciones», añadía Pere Aragonès, coordinador nacional de ERC, mientras Natàlia Sànchez, diputada de la CUP, calificaba la sentencia como «un ataque a la libertad de expresión y a la soberanía de las instituciones catalanas». Según el soberanismo, el auto del Supremo se inscribe en la «causa general que el Estado mantiene contra el independentismo», que a raíz del referéndum de hace tres años también desembocó en una cita electoral.
Quizás por esa sensación de parálisis -–Quim Torra confesó no haber podido avanzar ni un milímetro hacia la República–, las fuerzas políticas se han propuesto aparcar sus diferencias hasta los comicios, que probablemente se celebraran el domingo 7 de febrero. Un cierre de filas con el cual quieren evitar más desgastes de los necesarios, aplacar las críticas procedentes de las entidades y los CDR e intentar convencer a sus bases de que, esta vez sí, el independentismo está en condiciones de lograr el 51% de los sufragios.
Con este reclamo en forma de cifra mágica, y el compromiso de que eso tendrá efectos vinculantes, los partidos transitarán estos próximos cuatro meses. Un período en el que esperan aguantar los embates judiciales del Estado y demostrar, una vez más, que las urnas son las únicas herramientas válidas para dictar sentencia.A. ROMAGUERA