Beñat Zaldua
Edukien erredakzio burua / jefe de redacción de contenidos

El dopaje digital, la tentación más allá del deporte electrónico

¿Podría, en tiempos de pandemia y teletrabajo, una persona utilizar un bot para simular durante horas su presencia ante el ordenador? ¿O un piloto usar otro bot para falsear las prácticas virtuales de vuelo? Lo ocurrido en los Esports anticipa algunas posibles respuestas.

Imagen de una competición deportiva a través de la plataforma Zwift. (ZWIFT)
Imagen de una competición deportiva a través de la plataforma Zwift. (ZWIFT)

Si toda ley tiene su trampa, toda tecnología tiene su aplicación espuria. Y si al deporte le corresponde el doping, al deporte electrónico o Esports, le toca el doping digital. Sin embargo, una transfusión de sangre te puede servir en el Tourmalet, pero difícilmente te ayudará a lograr un título académico que nada tiene que ver con el esfuerzo físico. No parece que se pueda decir lo mismo del dopaje digital.

Más despacio. Dopaje digital. ¿Y eso qué es? No está fácil definir el invento. Quizá haya que empezar por explicar lo del deporte electrónico o Esports. La definición es amplia, hasta abarcar toda competición de videojuegos «estructurada a través de jugadores, equipos, ligas, publishers, organizadores, broadcasters, patrocinadores y espectadores», según la Asociación Española de Videojuegos (AEVI). No es una mera traslación del deporte analógico a los mandos de un videojuego –que también, ahí está el FIFA, sin ir más lejos–, entran también juegos competitivos de guerra como el Call of Duty.

No hablamos de cuatro gatos. 1.100 millones de euros de ingresos en 2020 en todo el mundo, creciendo un 15,7% respecto a 2019; una audiencia de casi 500 millones de personas a lo largo y ancho del planeta, y estadios enteros repletos de gente para seguir los eventos más destacados, que cuentan con sus comentaristas profesionales –a más de uno le sonará el bilbotarra Ibai Llanos–. En el Estado español llegan a 5,5 millones los seguidores, asiduos u ocasionales. No es poco.

Los torneos de Esports llenan estadios completos. En la imagen, un torneo internacional celebrado en octubre en China. (Héctor RETAMAL/AFP)

Volvamos. Dopaje digital. Primera acepción: en 2015, un gamer polaco reveló que había estado tomando junto a su equipo Adderall, una anfetamina recetada a personas con déficit de atención, con el objetivo de mejorar sus resultados. Un dopaje similar al de los deportes analógicos: tomar una sustancia para mejorar el rendimiento físico. No es la definición que más nos interesa.

Segunda acepción. Mientras los gamers polacos se atiborraban a anfetaminas, los usuarios de aplicaciones como Strava –salimos ahora de los Esports, ya que hablamos una aplicación utilizada por aficionados al ciclismo y al running para registrar sus actividades deportivas y compararlas con amigos y adversarios– tenían a su disposición páginas como digitalepo.com.

El mecanismo era sencillo: cogían el track de su actividad, lo cargaban en la web, y elegían cómo alterarla de forma que pareciese que habían obtenido resultados mucho mejores. 40 kilómetros en llano pasaban a ser 55 kilómetros con dos puertos de montaña en el mismo periodo de tiempo. Hemos pasado del dopaje tradicional para mejorar resultados en el deporte electrónico, al dopaje digital para mejorar resultados en el deporte tradicional. Pero tampoco es esta la acepción que nos interesa.

El salto

El dopaje digital –conocido por el gran público– dio un salto de gigante en 2019. En marzo del año pasado la Federación británica de ciclismo celebró el primer campeonato de ciclismo en Zwift, una plataforma a través de la cual la gente compite desde la bicicleta estática de su casa. Es decir, hay esfuerzo físico real. La bicicleta real se conecta con la aplicación y la pantalla refleja una carrera ciclista virtual, donde el ritmo de cada avatar depende de las ganas con las que pedalee uno desde el salón de su casa. Quizá el esfuerzo por diferenciar lo real de lo virtual empiece a estar ya algo desfasado.

Cameron Jeffers, ciclista profesional en la carretera, además de youtuber aficionado, presentó candidatura rápidamente. En el último tramo de la carrera, Jeffers apretó, se escapó subiendo el último puerto, llegó a mover 961 watios –el doble de un ciclista profesional en carretera– y se impuso fácilmente. La carrera final se emitió en directo, con los ciclistas en un plató de televisión. No había ni trampa ni cartón. Aparentemente.

Una de las claves de la victoria de Jeffers estaba en la bicicleta virtual de la que disponía en Zwift, la Concept Z1, que otorgaba ciertas ventajas sobre el asfalto virtual. No era nada ilegal. A priori, era una bicicleta al alcance de cualquiera, solo que para conseguirla había que pasar una serie de duras pruebas en Zwift, algo que Jeffers logró moviendo hasta 2.000 watios durante 200 kilómetros, algo sencillamente increíble.

Algo olía raro, y Zwift no tardó en dar la alarma, tras detectar que Jeffers había empleado un bot para falsear los resultados de sus entrenamientos. Bot viene de robot, y con él nos referimos a un programa informático que efectúa automáticamente tareas reiterativas en internet bajo unos determinados parámetros. Un bot puede estar diseñado para cosas muy diferentes, y el que empleó Jeffers se creó para simular entrenamientos en Zwift y engañar a la aplicación. A base de entrenamientos alterados, Jeffers fue acumulando crédito en la aplicación –la información sobre los entrenamientos se borraba, pero los puntos ganados se mantenían– hasta lograr la Concept Z1 que le permitió ganar el campeonato. Lógicamente, fue descalificado.

¿Más allá de los Esports?

El caso de Jeffers está considerado como el primer caso conocido de robo-doping; es decir, del «uso de algorítmos de mejora de rendimiento para lograr una ventaja competitiva en una competición de Esports», en palabras de Amy Webb, de Wired, medio especializado en nuevas tecnologías. Su director, Nicholas Thompson, calificó recientemente el fenómeno como una de los fenómenos más interesantes en su área, y lanzaba una pregunta inquietante: «¿Qué pasa si esto ocurre en otros ámbitos de la vida?».

Las prácticas online son un recurso cada vez más empleado. (GETTY IMAGES)

¿Qué ocurre si un aspirante a piloto crea un bot para ayudarle a completar las prácticas de vuelo en simulador necesarias para obtener el título? ¿O si un aspirante a anestesista las emplea para simular las prácticas virtuales –cada vez más extendidas– requeridas para lograr la especialización? En ambos casos, según Webb, un bot adecuadamente diseñado podría ayudarles a obtener sus respectivos títulos sin realizar realmente todas las prácticas requeridas.

Thompson propone otra casuística más. En tiempos pandémicos de teletrabajo, tu compañía te manda a casa con un portátil con la condición de monitorizar tu actividad laboral en ese dispositivo. Tú cumples con tus ocho horas de trabajo, pero ves a un compañero que está siempre conectado en Slack o en el servicio de chat que empleéis; un colega que entra y sale de las aplicaciones que utilizáis en el trabajo a todas horas. Ese currela no es, probablemente, un buen compañero de trabajo y, además, propone Thompson, podría estar utilizando un bot para simular una presencia constante en el trabajo.

No es tan difícil. Los bots son herramientas útiles que pueden ahorrar mucho trabajo en tareas mecánicas, y los programas de simulación, una realidad con muchas ventajas que se va a ir extendiendo a ámbitos muy diversos, igual que lo está haciendo ya, forzado por el coronavirus, el teletrabajo. Si se suma cierta naturaleza humana a esta combinación de realidades, el resultado puede tener sus riesgos. Una cosa es, termina Webb, que un ciclista haga trampa en una competición deportiva digital, y otra muy diferente que un cirujano pueda llegar a obtener su título sin las prácticas requeridas.