Túnez, diez años de una revolución política que olvidó la economía
Hace hoy una década, el 14 de enero de 2011, el presidente de Túnez, Zine el Abidine ben Ali, huía a Arabia Saudí tras 34 años en el poder. Avezado en el macabro arte del engaño y la traición política –en 1987, y siendo su primer ministro, mandó a casa al presidente y padre de la independencia tunecina, Habib Burguiba, tras declararle «mentalmente incapaz»–, Ben Ali no pudo eludir el destino que le deparó la revolución que estalló tras la inmolación a lo bonzo un mes antes, el 17 de diciembre de 2010, de un joven. Mohamed Buazizi denunció quemándose vivo la corrupción y el desprecio policial que le impedía llevar algo de dinero a casa vendiendo frutas y verduras en un puesto ambulante.
Acosado por un grito unánime, ¡Dégage! (traducible del francés como ¡Fuera!), el usurpador se aferró al poder amenazando primero con reprimir unas protestas promovidas por «mercenarios» y finalmente cesando a varios gobernadores, anunciando reformas y, en un último y desesperado intento, disolviendo el Ejecutivo y prometiendo elecciones en seis meses el mismo día en que acabó buscando refugio en la isla de Yeda, donde moriría en setiembre de 2019. El clan de su mujer, los Trabelsi, sigue allí, impune.
Ben Ali mantuvo intacto el modelo políticamente inmovilista, represor de la oposición –la islamofobia occidental tras el 11-S le vino al pelo– y económicamente corrupto de su antecesor, pero lo hizo sin contar con la ‘autoritas’ histórica de Burguiba. Y, en el ámbito económico, impuso una liberalización salvaje, en la onda neoliberal de la era triunfal del capitalismo, y que fue muy aplaudida por Occidente y tuvo su plasmación nominal cuando el «sucesor natural» del padre de la patria desterró las históricas siglas de la formación gubernamental, Partido Socialista Desturiano, sustituyéndolo por la mucho más acorde con los tiempos Agrupación Democrática Constitucional. Huelga reseñar que aquella reforma agravó la situación económica y social de la población tunecina, sobre todo en el depauperado sur minero.
El tiempo y la paciencia es lo que se le había agotado a la juventud tunecina ante el nepotismo corrupto del régimen. La chispa con la que Buazizi se inmoló provocó una revuelta, bautizada como la Revolución de los Jazmines, que fue motor y ejemplo de la Primavera Árabe y ha quedado como su única aunque inacabada experiencia tras la represión de las revueltas similares en otros países o su deriva en guerras internas y por delegación.
Diez años después, el balance no puede ser más agridulce. Túnez cuenta desde 2014 con una constitución progresista que, pese a sus limitaciones, es única en toda la región, y que fue avalada desde el gobierno por una formación islamista, Enhada, cuyo pragmatismo tampoco tiene parangón en un mundo árabe cada vez más polarizado en el ámbito religioso. En la última década ha habido seis elecciones homologadas en términos de limpieza y concurrencia libre.
La libertad de expresión, artística y de crítica, con muchos medios independientes, confirma asimismo la excepcionalidad tunecina, así como la conformación en esta década de una sociedad civil nacida de la libertad de asociación y que se ha convertido en la guardiana de una eventual marcha atrás en los avances de la revolución.
En el reverso, la crispación partidista –ha habido diez gobiernos en diez años– y, sobre todo, la incapacidad o falta de voluntad de la clase política para trasladar el cambio político a una profunda revisión de la política económica y social ha enervado a la población.
Los jóvenes salieron a la calle hace diez años para denunciar la falta de oportunidades y el desfase muchas veces entre su preparación académica y su falta de futuro. Y eso no ha cambiado; al contrario, ha empeorado en medio de una recesión provocada por el parón del turismo en los primeros años tras la revuelta de la mano de los atentados yihadistas, y que se ha visto agudizada en los últimos meses por la pandemia.
Las arcas públicas están vacías y la deuda pública alcanza el 89 % del PIB. Hoy día, el 35% de la juventud está en paro y el 30% de los licenciados no encuentran trabajo, pese a que el número de funcionarios se ha incrementado en un 50% y los salarios se han incrementado. Las regiones marginadas han vuelto a salir a la calle estas últimas semanas para exigir inversiones y trabajo.
El lema revolucionario «pan y dignidad» sigue vigente por incumplido y no son pocos los que insisten en que la libertad «no da de comer». Lo que está alimentando una nostalgia que se refleja políticamente en las encuestas, con el Partido Desturiano Libre (PDL), heredero de la era Bourgiba-Ben Ali, favorito en las encuestas con un 37% de intención de voto.
Paradójicamente, la presencia de los nostálgicos del viejo régimen en los últimos gobiernos de coalición no hace sino mantener las viejas prácticas corruptas y clientelares en una clase política que sigue sin rendir cuentas.
No parece que Túnez vaya a dar marcha atrás y volver al período anterior a 2011. Hitos históricos como aquel marcan impronta y dejan poso. Además, diez años no es nada en un proceso de transición como el tunecino.
Pero los que lo defienden debieran recordar que diez años es toda una vida para las expectativas –o para la falta de ellas– de un joven. Como aquel Mohamed Buazizi que decidió que esa vida no merecía la pena ser vivida. En un fugaz e incendiario arrebato.