El ratón talibán juega ahora al gato
Con más de 70.000 evacuados –entre militares ocupantes, personal diplomático, colaboradores y familias, amén de activistas contrarios a los talibanes–, las ¿potencias? occidentales apresuran su deshonrosa retirada mientras se acerca la fecha del 31 de agosto y ante la amenaza del nuevo –viejo– poder en Kabul de impedir la salida de más afganos del país.
Con el permiso de este último, y siempre que no se vaya a cumplir la alerta sobre un inminente atentado del Estado Islámico entre la multitud agolpada a las puertas del aeropuerto internacional –¿alerta real o excusa de EEUU para mantener su plazo de salida?–, no es descartable que hoy mismo la cifra de evacuados supere los 100.000, cifra nada baladí para un puente aéreo improvisado en pocos días, aunque insuficiente para sacar del país a todos los afganos y afganas que temen por su vida bajo la égida de los talibanes.
Estos últimos vuelven a demostrar, con su firmeza ante EEUU, que tienen la sartén por el mango y que no han limitado sus estudios al Corán. ¿O será que ese libro sagrado contiene en su interior enseñanzas en materia de geopolítica, cálculos negociadores…?
Los talibanes no son tontos y están blandiendo la llave que abre o cierra el aeropuerto para lograr promesas de ayuda económica y reconocimiento internacional.
Paralelamente, y aunque añoren –o digan a los que les siguen que añoran– y quieran revivir los tiempos que vivió Mahoma, hace 14 siglos, no le hacen ascos, para nada, a la modernidad tecnológica.
En esa línea se inscribe su llamamiento-amenaza ayer para que los occidentales dejen de evacuar afganos, aduciendo que no pocos de ellos son personas con estudios científicos y técnicos (ingenieros, profesores…) que Afganistán necesitará para progresar económica y socialmente.
Argumento este último que, lo diga quien lo diga, no está falto de razón y que apela a un problema asociado a las políticas selectivas de asilo que aplican siempre –antes y ahora– los países receptores y a ese mantra de que «todo el mundo tiene derecho a ser acogido en otro país» que defienden las sin duda bienintencionadas organizaciones de ayuda a los refugiados: las personas que huyen de los países en conflicto y empobrecidos suelen ser las mejor preparadas y con más estudios, lo que termina acabando con las casi nulas expectativas de futuro en los empobrecidos países de origen y les condena a vivir a caballo entre las divisas y remesas del extranjero y la apatía económica total.
Es evidente que, entre los evacuados y los que imploran que les saquen del país, se hallan miles y miles de colaboradores contratados precisamente por sus conocimientos y experiencia durante los veinte años de ocupación y surgidos de ese Afganistán urbano y relativamente admirador del modo de vida occidental. A los que hay que sumar los miles de activistas de derechos humanos, y simplemente afganos y afganas que asisten con horror a la vuelta de aquellos que personifican para ellos la regresión más absoluta.
Pavor absolutamente comprensible en el caso de los colaboradores (colaboracionistas, término despectivo procedente del francés y que fue popularizado para denunciar a los cómplices con los nazis durante la II Guerra Mundial), que ven cómo los talibán a los que EEUU encerró en Guantánamo se hacen cargo ahora de los ministerios de Defensa, Interior...
Pese a ello, los talibán no se cansan de prometer que no habrá represalias y se ofrecen a hacer tabla rasa, asegurando que su objetivo es traer la paz a un país asolado por 40 años de ocupaciones, guerras y luchas interafganas.
Buenos propósitos, pero que se topan con una desconfianza que no tiene su origen exclusivo en la cruel experiencia del Emirato Islámico talibán entre los años 1996-2001. Más cerca en el tiempo, los mismos talibanes que se dicen dispuestos a negociar un gobierno exclusivo se negaron siquiera a sentarse en la mesa de Doha (Qatar) con la delegación del entonces gobierno afgano durante las negociaciones sobre la retirada auspiciadas por EEUU.
Tampoco hay que olvidar que el talibán dista de ser un movimiento homogéneo y centralizado y en su seno conviven distintas corrientes, no siempre dispuestas a acatar las órdenes de su dirigencia política.
Testimonios desde Kabul aseguraban hace días que los guerrilleros mal armados y casi descalzos que llegaron a Kabul casi sin saberlo en plena estampida del Gobierno están siendo sustituidos por tropas de élite (como la brigada Badri 313) en las calles y en los accesos al aeropuerto y que grupos talibanes más «ideologizados» habrían llegado procedentes de sus feudos históricos de Kandahar y Helmand, provincias del sur de Afganistán. Talibanes «pata negra».
La situación sería esperpéntica si no fuera tan grave. Con un Occidente que demoniza a los talibanes provocando que más afganos quieran huir y que sabe que no podrá evacuarlos a todos y que tampoco quiere acogerlos masivamente en sus países como refugiados. Y con unos talibanes cuyas promesas de enmienda no se terminan de creer siquiera China y Rusia, que ha mandado hoy dos aviones de evacuación. Qué no decir de la desconfianza de no pocos afganos.
Y aunque resignados, a estos últimos no les quede más que fiarse, al fin y a la postre intuyen el futuro que, en el mejor de los casos, se perfila en el país asiático. Una «pax taliban» en un Afganistán abierto a las inversiones extranjeras y a los avances técnicos pero cerrado a los avances en materia de libertades y de derechos humanos por un milenarismo surgido del hartazgo por la guerra y del recelo ante la modernidad.
Una Medina de tiempos del profeta con burkas o hijabs pero con ordenadores y perforadoras del rico suelo afgano. Talibanes dos punto cero.