¿Por qué toda la producción industrial se concentra en Asia?
La creación de «valor para el accionista» y la apuesta por la industrialización de China han transformado el mundo en una gran fábrica. El largo confinamiento ha trastocado completamente esa compleja red, dejando en evidencia las profundas dependencias existentes convertidas en debilidades.
A partir de qué momento el comercio internacional se puede considerar capitalista, fue una de las preguntas que se hizo Karl Marx durante sus investigaciones económicas. En el tercer tomo de “El Capital” establece un criterio para delimitar el salto con el que se puede estar más o menos de acuerdo, pero resulta bastante práctico. Señaló que en el momento en el que la tierra se pudo circunvalar, aunque no hubiera ningún cambio significativo en las relaciones de producción, el comercio internacional se transformó en capitalista. Ciertamente, todos los recursos del mundo se pusieron a disposición del desarrollo capitalista, nada quedó fuera del alcance de sus tentáculos.
A los descubrimientos geográficos hay que añadir el abaratamiento del transporte como otro elemento clave que permitió extraer materias primas en cualquier lugar, transformarlas en mercancías que después serían vendidas en todos los rincones del planeta. Durante muchos años la producción se localizó cerca de las materias primas para ahorrar costes, siempre es más barato transportar el producto final que la materia prima, y también por consideraciones más o menos estratégicas de autonomía y suficiencia.
Todos los Estados impulsaron la implantación y el mantenimiento de actividades económicas en su territorio con el objeto de crear riqueza, pero también de limitar la dependencia del exterior y de mantener puestos de trabajo. Estas consideraciones de tipo político fueron observadas especialmente durante la Guerra Fría, en la que el enfrentamiento entre bloques obligaba a asegurar todos los abastecimientos estratégicos.
Sin embargo, dentro de cada bloque se dio cierta especialización productiva entre los países. Entonces todavía mantenía su predicamento, tanto para neoliberales como para marxistas, la teoría de la ventaja comparativa de David Ricardo, que postuló que si cada país se especializaba en producir aquello en lo que era más eficiente, todos los participantes en el comercio internacional se beneficiaban de ello. Una verdad, en todo caso, relativa. No es difícil ver que no es lo mismo especializarse en la producción de aceite, que en la de microchips o en la industria publicitaria. Algunos de estos productos se pueden sustituir, o simplemente prescindir de ellos, pero la falta de alguno de ellos puede detener la producción, por ejemplo, de Mercedes de Gasteiz.
La ofensiva neoliberal. A partir de los años ochenta del siglo pasado, hubo un cambio general de orientación. Las ideas neoliberales se impusieron y con ellas la primacía del criterio de mercado sobre cualquier otro. Para los neoliberales no había otra motivación que el beneficio, que se convirtió en el único criterio de valoración de todo. La pérdida de puestos de trabajo por la reconversión, la deslocalización de industrias, la desertización de comarcas enteras, la pérdida de autonomía estratégica dejaron de tomarse en consideración. Nada de sentimentalismos; el único criterio válido era aumentar los dividendos, lo que eufemísticamente se llamó «crear valor para el accionista». Con ese nuevo credo, a los ejecutivos de las empresas no les tembló el pulso –también hay que decir que sus sueldos se incrementaron exponencialmente– a la hora de trasladar fábricas, de subcontratar procesos, de externalizar servicios, etc. Y así, poco a poco, la producción se desplazó allí donde era más rentable, a causa de una mano de obra más barata, o de una regulación laboral o medioambiental más permisiva o por cualquier otra razón.
El colapso de la URSS y el fin de la Guerra Fría provocó una euforia desmedida por la victoria del capitalismo y exacerbó todos esos procesos de deslocalización en lo que se conocería como globalización. Ya no había consideraciones estratégicas ni de ninguna otra índole que impidieran localizar recursos e industrias allí donde los beneficios se pudieran maximizar. Así, los procesos que generan más valor añadido (diseño, innovación, comercialización…) se quedaron en el Norte, mientras que todo los procesos productivos se trasladaban al Sur.
Además, el ahorro de costes adquirió nuevas dimensiones. La producción «just in time» se generalizó con lo que se eliminó hasta el almacenaje. Los depósitos pasaron a estar en diferentes medios de transporte: barcos, camiones o trenes que llegaban justo cuando los productos se utilizaban. Una vuelta más al sistema para reducir costes y «aumentar el valor de los accionistas».
En esa línea de crear valor para el accionista se impulsaron todo tipo de adquisiciones, absorciones o fusiones de empresas. Un proceso que sigue, ahí está el reciente caso de Euskaltel, y que ha llevado a que la producción de determinadas mercancías sea monopolizado por una o dos empresas localizadas en un par de países, como se ha puesto de relieve ahora con la crisis de los microchips.
Finalmente ha tenido que ser un virus el encargado de poner a este modelo neoliberal frente a sus límites. El mundo neoliberal, convertido en una gran fábrica en la que los diferentes talleres están conectados por grandes buques de contenedores, ha colapsado. Ya no es solo que al principio de la pandemia faltaran los más elementales materiales sanitarios, o que ahora haya déficit de microchips o que el precio de los fletes marítimos se haya multiplicado por cinco porque los contenedores no están donde deberían estar; el proyecto productivo del neoliberalismo se ha revelado insostenible.
El factor chino. Mientras la lógica neoliberal se afianzaba en todo el mundo y desbarataba las antiguas estructuras productivas, en China el Partido Comunista ponía en marcha una serie de reformas con el objeto de industrializar el país. Una de las primeras decisiones fue establecer cuatro zonas económicas especiales. Con ese movimiento los dirigentes chinos buscaban la llegada de inversiones extranjeras pero también ofrecer trabajo a una población que no dejaba de crecer.
Los dirigentes chinos habían analizado en profundidad la industrialización occidental y comprendieron que el despliegue industrial del país solo se lograría a través del ahorro interno. Las inversiones exteriores podían ayudar, pero la clave era el excedente que se pudiera acumular en el país para después invertirlo. Esa acumulación originaria que en otros países se hizo con el cercamiento de comunales, el trabajo esclavo o la colectivización agraria, en China se hizo con las zonas especiales. Ese nuevo curso permitió acumular recursos –ahorro interno– para hacer nuevas inversiones que finalmente han llevado a China a crecer hasta convertirse en la segunda potencia económica mundial.
La estrategia de desarrollo china se vio indirectamente favorecida por la lógica neoliberal. La búsqueda de valor para el accionista actuó como estímulo para deslocalizar más industrias y trasladarlas a China, primero a las zonas económicas especiales y después al resto del país. Repitieron hasta la saciedad que esa era la clave para reducir costos y poder competir en un mundo globalizado. El tiempo ha demostrado que ejecutivos y propietarios de todas esas compañías sí se hicieron de oro. No ocurrió lo mismo, sin embargo, ni con los trabajadores ni con la economía de muchos países que, como ahora se ha puesto en evidencia, arrastran pesadas servidumbres por haber perdido industrias estratégicas, justo además cuando el mundo se ha vuelto mucho más inestable.
La entrada de China en la OMC a finales de 2001 supuso un impulso añadido a esta dinámica de deslocalización que se mantuvo hasta que en EEUU comenzaron a darse cuenta de que el gigante asiático le pisaba los talones. Primero fue Barack Obama, con su Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (Trans-Pacific Partnership, TPP), el que trató de frenar el ascenso de Pekín. Su sucesor, Donald Trump, optó por métodos más drásticos con sanciones, aranceles y otras medidas administrativas. La actual administración estadounidense continúa con esa labor de zapa sin prestar excesiva atención a los posibles efectos diplomáticos de sus decisiones.
En cualquier caso, los desajustes que el confinamiento ha revelado y que están lejos de haber acabado, sí dejan algunas lecciones a tener en cuenta. La primera de ellas es que la lógica empresarial de maximizar los beneficios no sirve de guía para la toma de decisiones de política económica. El capital y los beneficios se pueden trasladar fácilmente de una jurisdicción a otra, pero para las mercancías existen límites a la movilidad que, además, irán en aumento en un mundo cada vez más inestable. Desde el punto de vista de una estrategia económica de país, mucho más importante que los beneficios de sus empresas es la capacidad de estructurar un tejido productivo autónomo y autocentrado que ofrezca trabajo digno y productos de calidad a la gente.