Fernando Sánchez Alonso

¿Quién teme a Pavel Rubtsov?

Qué pena, Pablo, que, si tenía que ocurrir esta absurda detención, haya sucedido en la democrática Polonia y no en la tiránica Venezuela.

Concentración por Pablo González en su localidad, Nabarniz.
Concentración por Pablo González en su localidad, Nabarniz.

Polonia es un país que todavía está entrando en la Edad Media. Allí Mateusz Morawiecki, el amo de aquel terruño prefeudal y ultraconservador, iguala la educación sexual en la escuela con la pederastia, ningunea a las mujeres, persigue a los homosexuales, criminaliza a los inmigrantes y exalta no al Dios jipi y californiano de Jesucristo, sino al Yahvé cenagoso de Karol Wojtyla, teologizado de cemento y hormigón dogmáticos, para quien un condón es más pecado que un kaláshnikov.

Un país, en fin, donde la alianza entre política y religión, entre el crucifijo y la espada, está derivando –ha derivado ya– en autoritarismo. Polonia es la Arabia Saudí europea. Un ejemplo. El arzobispo de Cracovia despide de su gabinete de prensa a varias mujeres por no estar casadas como Dios y Wojtyla mandan. Y encima, para agregar desprecio a la inmoralidad y burla al escándalo, tienen niños… ¡adoptados! Que a saber quiénes son sus padres o si los han fabricado en una probeta del Quimicefa de Putin, o si llevan en su ADN verde y párvulo cromosomas ateos y de adultos no se dedicarán a imponernos planes quinquenales y a burlarse de los iconos de la Virgen de Czestochowa. Niños adoptados y sin código de barras, ¡hasta ahí podíamos llegar!

Así las cosas, no sorprende que Polonia tenga menos libertad informativa que la Antártida. Según la organización Reporteros Sin Fronteras, Polonia ocupaba en 2021 el puesto sexagésimo cuarto en la clasificación mundial de la libertad de prensa. Y no parece que las cosas vayan a mejorar próximamente, porque en el coto privado de Morawiecki se continúa deteniendo a periodistas nacionales e internacionales. Con cualquier pretexto.

Pues bien, en una ergástula de este país tan «human rights friendly», lleva más de un mes secuestrado, arrestado e incomunicado el periodista Pablo González. «Sin más pruebas que escribir para GARA y tener una tarjeta de Caja Laboral Kutxa» –según contó en un artículo el fotoperiodista compañero de González–, lo acusan de ser un espía al servicio del Kremlin. Lo detuvieron en la frontera polaca, mientras cubría el éxodo ucraniano.

Nacido en Moscú de padre ruso y madre española, Pablo González es filólogo eslavo, habla ruso y polaco, se ha especializado en la Europa del Este y en las antiguas repúblicas soviéticas; vive en Euskadi, tiene doble pasaporte y no llama la atención. Pablo González es también Pavel Rubtsov. Sin embargo, las autoridades polacas piensan que uno de los dos no existe. Lo cual parece un injerto en la realidad de “No soy Stiller”, la inquietante novela de Max Frisch en la que se plantea cuál es la verdadera identidad del individuo frente al Estado.

La de González, sin embargo, está muy clara. Cuando su madre se divorció y regresó al Estado español, acordó que en los papeles españoles figurara el nombre de Pablo antes de los apellidos maternos, mientras que en la documentación rusa seguiría como Pavel Rubtsov, con su nombre ruso acompañado del apellido del padre. Las autoridades polacas, con todo, creen que Pavel Rubtsov es un alias, una tapadera, una prestidigitación de espía. Y de ese burro no los apea nadie. Les importa un ardite la carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea y la presunción de inocencia. Y así, no. No se puede ser europeo a tiempo parcial, señor Morawiecki.

Pablo González es un periodista autónomo, un maqui de la información, un profesional independiente, lo cual equivale a decir que agoniza por cuenta propia. González es, en fin, lo contrario del periodista de brasero y mesa camilla.

Muy democráticamente, ni a su familia le permiten verlo ni a su abogado español comunicarse con su defendido. En realidad, nadie sabe con exactitud qué delitos se le atribuyen más allá de suponerlo un James Bond de Putin, pues los polacos no aportan pruebas. Todo es vaguedad de vaguedades.

No sé, pero a mí me da que estos se han puesto en bucle “Diecisiete instantes de una primavera” y ya ven agentes rusos en cualquier esquina. A Pedro Sánchez, que iba para personaje de Shakespeare y se está quedando en figurante de zarzuela, le ocurre lo mismo con Putin. Se lo encuentra en todas partes. Putin sirve para justificar todo. Desde la inflación que va a condenarnos a la antropofagia hasta el que, después de tanto culpar a los murciélagos del coronavirus, Batman siga en el paro.

Pablo González lo está ahora, forzosamente. Pablo González es un periodista autónomo, un maqui de la información, un profesional independiente, lo cual equivale a decir que agoniza por cuenta propia (freelance llaman al hambre los anglocursis). González es, en fin, lo contrario del periodista de brasero y mesa camilla. Un tipo que vive de poner en peligro su vida como reportero de guerra, que, en muchos casos –no es el suyo–, es otra forma de hacer la guerra con el periodismo (hablo, claro, de tergiversaciones, manipulaciones, mentiras). Y todo por cuatro duros que no compran ni la bala que puede matarte. A unos sesenta euros se está premiando una crónica en zona de conflicto.

Pablo González jamás sonará en Los 40 Principales mediáticos. Más que nada porque él jamás convirtió las guerras que cubrió en la canción del verano. Yo lo he oído ponderar, explicar, contextualizar y analizar con rigor los antecedentes históricos de la de Ucrania, sin ceder al maniqueísmo, a la sensiblería, a la propaganda de uno y otro bando.

En 2016 se filtró una lista de la Open Society, la poderosa fundación de Soros que financió y coprodujo la sangrienta y telegénica revolución del Euromaidán que conduciría al golpe de Estado bendecido por EEUU para derrocar al presidente electo Viktor Yanukovich –de aquellos polvos, estos lodos–. En esa lista de Open Society filtrada al gran público se marcaba a fuego a periodistas, activistas y usuarios de las redes sociales que, solo por defender hechos comprobados y repudiar deshechos propagandísticos, fueron acusados de prorrusos. Pilar Requena, esa grandísima profesional que únicamente se casa con la verdad, figuraba en el índice. Pablo González, también. Unos días después, en un artículo publicado en NAIZ –la web de GARA–, este escribió: «Encuentro que esto me pone en el punto de mira de una manera intencionada». No se equivocaría.

José Manuel Albares, el nuevo ministro de Exteriores de Marruecos, debería declarar a estos periodistas especie protegida y más aún a quienes se niegan a estar en nómina de la Biden Press a propósito de lo de Ucrania, hoy por hoy la vesícula biliar de Europa, y lo digo por el amarillismo que este país está segregando en nuestros medios de comunicación. Se salvan González y pocos más, ya digo. Pero Albares, con sus modales de párroco y su política minimalista, parece que no hace mucho por salvarlo. Ha enviado un par de veces al cónsul a darle los buenos días a la mazmorra y ya está, no sea que se irriten los polacos. Ayer fue el beso de Judas de Pedro Sánchez al pueblo saharaui y hoy el Dios te ampare, hermano, de Albares a un ciudadano español.

Claro que, si en lugar de haber detenido a González el autoritarismo eslavo de Morawiecki lo hubiera detenido el autoritarismo bolivariano de Maduro, otro gallo le estaría cantando al periodista. Ahora menudearían los reportajes, los debates televisivos, los editoriales, las entrevistas en directo a su mujer, a sus familiares. Sánchez y la oposición al unísono estarían afónicos de tanto llamar dictador a Nicolás Maduro. La Sexta Flota y La Sexta de Ferreras ya andarían faenando en la isla de la Tortuga. Se habrían confeccionado millones de camisetas con el retrato del periodista y se convocarían manifestaciones diarias, porque #todossomospablo. En fin, González habría sido liberado incluso antes de haber sido prendido y Maduro, sancionado de por vida con tarjeta roja.

Qué pena, Pablo, que, si tenía que ocurrir esta absurda detención, haya sucedido en la democrática Polonia y no en la tiránica Venezuela o en Cuba. Seguro que en el país caribeño Albares se habría puesto muy pincho y habría reclamado tu «liberación inmediata», como ya hizo con la colaboradora de Abc Camila Acosta cuando la arrestaron en Cuba, acusada de delitos contra la seguridad del Estado. Pero te detuvieron en Polonia y encima escribes en GARA. Lo llevamos crudo, tío.