Isidro Esnaola
Iritzi saileko erredaktorea, ekonomian espezializatua / redactor de opinión, especializado en economía

No tocar el sistema

Los impuestos sobre los beneficios extraordinarios corrigen la acumulación de riqueza de los oligopolios, pero no inciden sobre las causas que permiten esas ganancias. Atajar las causas implica debilitar el dominio de las grandes corporaciones o establecer de precios máximos.

Instalaciones de la eléctrica pública francesa EDF.
Instalaciones de la eléctrica pública francesa EDF. (Lou BENOIST | AFP)

A mediados del mes de julio el INE hizo públicos la evolución de algunos componentes del IPC. Un dato muy significativo, aunque en absoluto sorprendente, fue que el precio de las comisiones bancarias había crecido en el Estado un 10,6% en 2021. En el mismo periodo, el IPC subió solamente un 6,5%. O se adelantaron a lo que iba a venir o decidieron pescar en río revuelto; el resultado fue que actualizaron sus comisiones aplicando al IPC un aumento de nada más y nada menos que cuatro puntos, un 163% más. Los bancos no se cortaron ni un pelo.

Este dato revela dos cosas. La primera es que los que tienen capacidad real para subir precios son las grandes empresas –como los bancos– gracias a que tienen una posición de dominio en el mercado en el que actúan. ¿Y eso por qué ocurre? Porque los grandes bancos son muy pocos y, como ha quedado acreditado recientemente con las constructoras, les resulta terriblemente sencillo ponerse de acuerdo de manera tácita o explícita. Basta, por ejemplo, con que un gran banco suba una comisión para que todos los demás le imiten y la suban también. Entrar en una guerra a la baja supondría grandes pérdidas para todos y los más grandes terminarían arrasando a los pequeños. Además de tener poder sobre el mercado, nadie se atreve a decirle a un banco lo que tiene que hacer, ni el regulador del sistema bancario –el Banco de España– ni el Gobierno ni nadie. Tienen poder y el camino expedito.

La segunda cosa que revela el dato es que los sueldos de los trabajadores, que tantas veces se ponen como excusa del aumento de la inflación, nada tienen que ver con la actual escalada de precios. Esto es especialmente claro en el caso de los bancos, que llevan años reduciendo personal y cerrando oficinas, hasta el punto de que están dejando a las personas mayores sin servicios bancarios. La reducción de servicios ha sido de tal calibre que se ha creado una plataforma para que los bancos den a las personas mayores «un trato humano». Sobre esta cuestión tampoco ha tenido agallas para legislar el Congreso, no vaya a ser que los bancos se enfaden.

Estos impuestos no establecen ningún mecanismo que recorte el gran poder que tienen las grandes empresas para fijar precios. Y esa es precisamente la clave para lograr tener los precios bajo control.

Lo mismo ocurre con la energía. Repsol, por ejemplo, ha reconocido ante la Comisión Nacional del Mercado de Valores que en el segundo trimestre del año el margen de beneficio del refino subió un 242%. Unos márgenes estratosféricos, pero los precios de los carburantes no han dejado de subir. La ecuación es sencilla: a los grandes oligopolios les sale más rentable subir un poco más, aunque pierdan algo de clientela, que meterse en una carrera de tirar precios para sacar al resto de empresas del mercado.

Buen reflejo de todo ello son los beneficios que han obtenido los principales bancos y empresas energéticas en el primer semestre de este año en comparación con el primer semestre de 2021: Santander: 4.894 millones (+33%) BBVA: 3.001 millones (+56%) Iberdrola: 2.075 millones (+36%) Repsol: 2.539 millones (+106%), CaixaBank: 1.573 millones (+17%). Los precios disparados y los beneficios también, ¿qué empuja entonces los precios al alza? Como no se cansa de repetir el senador Bernie Sanders, la avaricia de las grandes corporaciones.

Los nuevos impuestos. En este contexto, el Gobierno español ha decidido establecer dos nuevos impuestos que gravarán los beneficios extraordinarios de bancos y empresas energéticas. Uno de los tributos cargará las comisiones e intereses netos de la banca con un tipo del 4,8%. La norma dice que se prohibirá trasladar el impacto a los clientes, aunque no está claro cómo lo conseguirá toda vez que sus comisiones ya están creciendo por encima de la inflación –para ser exactos IPC+4 en 2021–. Un impuesto similar gravará con un tipo del 1,2% los ingresos de las energéticas.

A poco de hacerse público el plan del Gobierno, Josu Jon Imaz, consejero delegado de Repsol, dijo que hará «todo lo posible» para impedir que el impuesto a las energéticas prospere. A continuación, los grandes oligopolios anunciaron recursos en los tribunales. Sin embargo, a pesar del enfado de los oligarcas locales, no está claro dónde ven el peligro. Si hasta ahora han logrado subir los precios al ritmo que les ha parecido adecuado, estos impuestos no les impedirán seguir haciéndolo en el futuro y, en consecuencia, trasladar el impacto a los trabajadores, por mucho la ley diga lo contrario. Las declaraciones de Imaz parecen destinadas, por contraste, a hacer bueno algo que no lo es; a apuntalar un camino que no lleva a ningún sitio, si de lo que se trata es de mantener los precios a raya.

(John MACDOUGALL/AFP)
(John MACDOUGALL/AFP)

Por sí mismos, estos impuestos no establecen ningún mecanismo que recorte el gran poder que tienen las grandes empresas para fijar precios. Y esa es precisamente la clave para mantener los precios bajo control. Evidentemente, que los grandes oligopolios paguen impuestos por sus beneficios extraordinarios es un paso importante para avanzar en la justicia y la redistribución de la riqueza. Pero, al mismo tiempo, dejan en evidencia que el actual Impuesto sobre Sociedades no es en realidad más que un simulacro de impuesto, un montaje para que las empresas paguen «entre poco y nada», en feliz expresión de Ignacio Zubiri. Si hubiera un Impuesto sobre Sociedades digno de tal nombre, los beneficios extraordinarios serían gravados automáticamente; ahora vuelan mientras la gente se empobrece.

Se centran en los beneficios extraordinarios, en las consecuencias, pero no entran a solucionar las fallas que permiten a las grandes empresas obtener beneficios excepcionales. La clave para controlar los precios está en reducir la posición de dominio de las grandes empresas sobre el mercado, algo que han ensayado en el Estado francés.

El modelo francés. A principios de julio el Gobierno francés decidió comprar el 16% de la compañía eléctrica EDF que estaba en manos privadas. Pagará un 53% más que el precio al que cotizaban entonces las acciones. En conjunto, recuperar el 16% de la compañía le costará 9.700 millones. Se ha especulado mucho sobre las razones de esta compra. Hay quien apunta al enorme endeudamiento que soporta la eléctrica francesa y la obsolescencia de la mayoría de centrales nucleares que obligará a realizar grandes inversiones, y enmarca la compra en un movimiento para socializar las pérdidas.

Lo más curioso del asunto es que mientras EDF acumula ingentes pérdidas, el resto de eléctricas europeas está obteniendo beneficios récord con el actual sistema eléctrico liberalizado. Tal vez en esa diferencia esté precisamente la explicación a la decisión del Ejecutivo galo de comprar la totalidad de la eléctrica.

Las fallas del mercado permiten a las grandes empresas obtener beneficios excepcionales. La clave para controlar los precios está en reducir la posición de dominio de las grandes empresas sobre el mercado, algo que han ensayado en el Estado francés.

En julio la inflación en el Estado francés fue de 6,1%, frente a los 8,6% de la eurozona, nada menos dos puntos y medio por debajo de la media. Una diferencia sustancial cuando, además, la mayoría de centrales nucleares están funcionando a media potencia. Parte de la explicación está en que la ley obliga a EDF a vender la energía que transforman sus centrales nucleares a comercializadoras, de este modo mantiene esa apariencia de mercado que tanto gusta en Bruselas, pero lo tiene que hacer a un precio que fija el Gobierno y que en este momento es de 42€ el Mwh. Cuando las nucleares funcionaban a pleno rendimiento, en invierno abastecían la demanda interna y en verano podía exportar electricidad. En esas condiciones, el Gobierno galo tenía un amplio margen para subir o bajar la tarifa fija para que la eléctrica mayoritariamente pública no perdiera o ganara demasiado dinero.

Cuando las centrales nucleares han empezado a detenerse y EDF ha tenido que importar electricidad y gas de otros países, la producción se ha encarecido pero EDF, por ley, sigue sin poder repercutir esos precios del gas, lo que le ha llevado a empezar a acumular importantes pérdidas: continúa vendiendo la electricidad mucho más barata de lo que le cuesta. Al no repercutir el precio del gas, la factura de la luz apenas afecta a la inflación en el Estado francés. De ahí posiblemente la diferencia de más de dos puntos con la media europea.

De alguna manera, lo que está haciendo el Gobierno francés es obligar a la empresa pública EDF a vender barata la electricidad, lo que ayuda a contener la inflación. El resultado es que la compañía pierde dinero y acumula deudas, y posiblemente siga así. Y esa es la razón por la que el Ejecutivo la ha comprado en su totalidad: para hacerse cargo de esa deuda. El Estado francés está cambiando baja inflación por más deuda pública.

Este ejemplo invita a considerar la deuda de las empresas públicas no como una falta de eficiencia, como siempre han pregonado los liberales, sino como un modo de intervención en la política económica que permite, por ejemplo, mantener ciertos precios a raya. Además, desde el punto de vista macroeconómico, una mayor deuda pública se corresponde con mayores ganancias privadas, lo que ocurre es que en este caso no son beneficios extraordinarios de los oligopolios, sino que se reparten entre todas las empresas y trabajadores, gracias a unos precios de la energía más bajos.

Y esta parece ser la dirección que tomará el Ejecutivo francés, ya que a finales de julio, el legislativo francés aprobó la ley a favor del poder adquisitivo que entre otras cuestiones establece que el precio del gas para los particulares, que está congelado desde octubre, se mantenga así, lo que según los expertos ha evitado un incremento de al menos el 50% en su precio. En cuanto a la electricidad, la subida se va a limitar al 4% este año, en lugar de, como mínimo, un 35% si se hubieran aplicado las reglas anteriores. Varios medios hablan de un precio máximo de 1,5 euros para los combustibles a partir de septiembre, pero de momento, nada hay aprobado.

La clave es el control de precios. Cuando no hay voluntad de tomar medidas verdaderamente efectivas, la retórica lo ocupa todo. Las apelaciones a la moderación y a la responsabilidad de la ministra de Asuntos Económicos, Nadia Calviño, son un buen ejemplo. En vez de restringir el poder de las corporaciones para definir los precios, que es una ineficiencia que paga toda la gente, y que además es su responsabilidad modificar, se dedica a apelar con discursos moralizantes a unos oligopolios que se rigen por el principio de maximizar el beneficio. Pura pose.

El libre mercado ha resultado ser una quimera, ni es eficiente ni es barato. El mercado fomenta comportamientos gregarios que terminan por colapsar todo, como cuando se declara un incendio en una sala cerrada y todo el mundo se precipita al mismo tiempo hacia la salida de emergencias inutilizándola.

Tomar medidas eficientes para controlar los precios significa o bien desmembrar las grandes compañías en otras más pequeñas de modo que se reduzca su poder para controlar los precios; o bien, como ha hecho el Gobierno francés, establecer administrativamente los precios máximos de determinados suministros clave, como la electricidad y el gas, asumiendo el Estado la diferencia. Una medida que, como demuestra la experiencia francesa, sí es eficiente y mucho más justa que los impuestos extraordinarios porque actúa directamente sobre la fuente.