Kazetaria / Periodista

Pablo Sorozábal, una vida con la música como motor y esencia

Este año se cumple el 125 aniversario del nacimiento de Pablo Sorozábal Mariezcurrena (Donostia, 1897-Madrid, 1988), uno de los más grandes y carismáticos músicos vascos que nos ha dejado el siglo XX.

Pablo Sorozábal, con el libro de poesias en el que se basan sus ‘7 Lieder’.
Pablo Sorozábal, con el libro de poesias en el que se basan sus ‘7 Lieder’. (QUINCENA MUSICAL)

Compositor, director y violinista, fue uno de los últimos y más reconocidos creadores de zarzuela, pero también fue autor de obras sinfónicas, corales e instrumentales de notable importancia y a quien la Quincena Musical ha querido rendir un homenaje en esta edición.

Nacido en el seno de «una familia proletaria y euskaldun» –según sus propias palabras–, sus orígenes fueron realmente humildes y sus primeros años transcurrieron callejeando, con poca escuela y mucha travesura. Y fue una de estas pillerías la que le llevó a ponerse en una cola de niños modositos, sin saber a dónde iban, y matricularse en las clases de solfeo que ofrecía la Sociedad Bascongada de Amigos del País. Sin ningún referente musical previo, por pura casualidad –bendita casualidad!–, el pequeño Pablo comenzó a recibir lecciones de solfeo, violín y piano y pronto ingresó en el coro infantil del Orfeón Donostiarra.

En una Donostia que bullía con el esplendor de la belle époque y que, al mismo tiempo, se reivindicaba como motor de un cierto brote cultural vasco, Sorozábal llegaba a la adolescencia empapándose de este ambiente cosmopolita de gran riqueza cultural mientras se ganaba la vida tocando en cafés, teatros y fiestas privadas hasta que, con 17 años, consiguió un puesto en la orquesta del Gran Casino de San Sebastián.

Cansado de amenizar aburridas veladas para la alta aristocracia que venía de veraneo, en 1918 dejó la orquesta. Donostia se le quedaba pequeña y pronto se trasladó a Madrid, un lugar mucho más apropiado para dar rienda suelta a su rebelde juventud. Consiguió un puesto en la Orquesta Filarmónica pero, tras una corta temporada de mucho trabajo y mucha vida nocturna, el cansancio y las penurias económicas lo llevaron de vuelta a su Donostia natal, con una idea en la cabeza: viajar a Alemania.

Convenció al Ayuntamiento para que le financiara una beca de estudios y se trasladó a Leipzig en octubre de 1920, sin conocer el idioma y sin nadie allí que le abriera sus puertas. Aun así, se las arregló para estudiar contrapunto, violín, composición y dirección con los mejores profesores. Fueron diez los años que pasó en Alemania, entre Leipzig y Berlín, gracias a una pensión anual de la Diputación de Gipuzkoa. Son de esta época numerosas piezas de marcado carácter vasco, bien porque era el lenguaje que él mejor conocía, bien porque le ayudaban a sobrellevar cierta nostalgia o, muy probablemente, una mezcla de ambas.

Con la excusa de sus cada vez más frecuentes compromisos artísticos en el Estado español, en 1928 decidió abandonar Alemania y fijar su residencia en Madrid, con un creciente éxito profesional.

Pablo Sorozábal con Ramón Usandizaga y otros amigos.
Pablo Sorozábal con Ramón Usandizaga y otros amigos.


Katiuska

Sin embargo, los aprietos económicos no desaparecían, las becas del Ayuntamiento y la Diputación se habían agotado y, cansado de pasar estrecheces, se fijó en Guridi y su ‘Caserío’. Aunque no le gustaba ese aire rural, era innegable la calidad musical y, sobre todo, la rentabilidad económica, por lo que decidió dar el salto a la música escénica.

Así que, cuando los libretistas le presentaron un esbozo de ‘Katiuska’, Sorozábal aceptó. Tras el discreto estrenó en Barcelona y después de unos acertados retoques, se estrenó su primera zarzuela en Madrid, con enorme éxito, dando inicio a un idilio con el género que le acompañaría toda su vida.

A partir de ahí, comienza una de las etapas más felices y fructíferas de la vida de Sorozábal. En 1933 se casa con Enriqueta Serrano –la tiple cómica que estrenó Katiuska en Madrid–, en 1934 nace su hijo, en 1936 le contratan como director de la Banda Municipal, y va encadenando un éxito tras otro: ‘Adiós a la Bohemia’, ‘La del manojo de rosas’, ‘La tabernera del puerto’…

Lamentablemente, en su mejor momento estalla la Guerra Civil española. Con una sensibilidad política claramente izquierdista, Sorozábal envía a su familia lejos pero él permanece dirigiendo la Banda y recaudando fondos para el frente. Sin embargo, la tensa situación de su cargo le hace dimitir en 1938 y se reúne con su familia en Valencia, a la espera del devenir de la guerra.

Pablo Sorozábal (de pie a la derecha), junto con el compositor labortano Maurice Ravel, en una imagen tomada en Bilbo.
Pablo Sorozábal (de pie a la derecha), junto con el compositor labortano Maurice Ravel, en una imagen tomada en Bilbo.


El desánimo

La llegada del nuevo régimen le deja en una situación muy comprometida y no faltan envidiosos que, aprovechando la circunstancia, metieran palos en sus ruedas pero, apoyándose en el cariño del público, sigue trabajando: ‘Black el payaso’, ‘Don Manolito’…

En 1945 asume la titularidad de la Orquesta Filarmónica de Madrid, en lo que parece una rehabilitación por parte del régimen franquista, pero su situación laboral es tensa y precaria y en 1952, cuando se le prohíbe estrenar la Sinfonía n.7 Stalingrado de Shostakovich, dimite.

El desánimo se apodera de Sorozábal. Perseguido, vigilado, se comienza a retirar del ambiente musical de la capital. Sigue componiendo de forma discreta, volviendo a los temas vascos que tantas satisfacciones le dieron en su juventud, y dedica más tiempo a revisar obras ya escritas. El repentino y prematuro fallecimiento de su esposa en 1958 provoca un mayor encierro en sus composiciones y la vida hogareña. A esta época pertenecen obras tan brillantes como ‘Gernika’ y la que él consideró su obra maestra: la ópera ‘Juan José’. Pero el fallido estreno de esta obra no hizo sino acrecentar la amargura de Sorozábal, que se retiró completamente hasta su fallecimiento en 1988.

Su música

La vida de Sorozábal atraviesa casi por completo el convulso siglo XX e impregna su obra de la evolución personal, social y cultural que experimentó. Como compositor, comenzó su carrera muy unido al nacionalismo musical vasco, pero siempre intentando aunar tradición y modernidad. Las circunstancias le convirtieron en uno de los grandes representantes de la zarzuela –hasta el punto de crear algunas de las mejores piezas del género– cuando parecía que ya no daba más de sí. «Es uno de nuestros compositores más aclamados del siglo XX pero, sobre todo, es uno de los grandes Maestros de la zarzuela, con joyas como ‘Katiuska’, ‘Black el Payaso’ o, por supuesto, ‘La Tabernera del Puerto’. Sorozábal llevó el género a su punto más alto con obras de gran calidad musical y teatral», señala el barítono José Manuel Díaz.

El éxito incontestable de la música de Sorozábal se debe a la conjunción de tres factores: su amplia cultura musical, unas profundas raíces y un sentido innato para percibir los gustos y las necesidades del público, intentando llegar a todos pero sin mermar la calidad. «Sorozábal ha dado un paso hacia arriba acercando la zarzuela al público en general, es decir, ha creado un tipo de obra que todo el mundo puede disfrutar. Da igual si se es más o menos melómano, siempre hay un momento o una melodía con la que te engancha», segun el director Unai Urretxo.

Vivió con amargura el declive de esa tradición del teatro lírico que tanto le había dado, y también renegó de las vanguardias, que le parecían un lenguaje deshumanizado, pero supo refugiarse en la música de sus raíces, en la música popular. Compuso, descompuso y recompuso las melodías tradicionales hasta el punto de que es difícil saber quién fue antes: la melodía o Sorozábal.
«Sorozábal era un gran conocedor de la armonía, instrumentaba bien y conocía muy bien la orquesta, pero sobre todo conocía muy bien la voz. Tiene música vocal muy bella, y no solo sus zarzuelas, sino otras obras, muchas de ellas corales, que no se conocen tanto», apunta el también director Iker Sánchez.

Quincena

Sorozábal dejó verdaderas joyas que Quincena está repartiendo principalmente en tres momentos: un concierto coral de Kea Ahots Taldea –dirigido por Enrique Azurza– en la jornada inaugural, en el salón de plenos del Ayuntamiento, que recogió algunas de esas pequeñas y delicadas piezas de Sorozábal, a mitad de camino entre el folklore y el lied. Sus ‘Ocho canciones vascas con guitarra’ –que estuvieron acompañadas por June Agirre– son de tal finura y preciosismo que parecen frágiles miniaturas.

El plato fuerte lo sirvió Quincena el pasado día 7 con ‘La tabernera del puerto’, una de las óperas más sólidas e inspiradas del compositor donostiarra. En las voces protagonistas de Miren Urbieta-Vega y Andeka Gorrotxategi, con la BOS y bajo la dirección de Unai Urretxo, serán, probablemente, una de las veladas más memorables de esta edición. Divertida, fresca y de una calidad apabullante, la versión en concierto que se pudo escuchar en el Kursaal fue ampliamente celebrada por el público.

Para los rezagados, aún queda un concierto –perteneciente al ciclo de Quincena andante– el próximo día 25 en el Santuario de Arantzazu en el que, bajo el sugerente título de ‘Haritza eta ihia’ –El roble y el junco, como en la fábula de Esopo–, los coros Gambara y Easo explorarán su repertorio más euskaldun.

Pero son más los que han querido participar en este homenaje deslizando alguna pieza de Sorozábal en sus programas: «Sorozábal tiene registros muy diferentes, desde el lied más intimista hasta la romanza más pegadiza, pasando por couplets o jazz, pero su música siempre tiene algo que me une a ella. Aunque Sorozábal vivió prácticamente toda su vida fuera de aquí, mantuvo una conexión con su tierra que está muy presente en su música; y no me refiero a las rítmicas o a las armonizaciones de melodías populares: incluso la música más culta y elaborada de Sorozábal, incluso la que más ha bebido de sus vivencias en Europa, tiene algo especial que la unía a sus raíces. Su música tiene un carácter identitario del que hay que sentirse muy orgullosos», afirma la soprano Jone Martínez