Música nocturna con sabor a final
Orquesta Filarmónica Checa. Semyon Bychkov, director. Sinfonía n.7 en mi menor ‘Canción de la noche’ de G. Mahler. Donostia, Kursaal. 26/08/2022.
La Séptima de Mahler es una sinfonía complicada. Complicada en su composición, complicada de interpretar y complicada de escuchar –no por nada es la menos popular de las sinfonías de Gustav Mahler–. Sin embargo, escucharla en la voz de la orquesta que la estrenó –allá por 1908, en Praga, y bajo la batuta del propio compositor–, no deja de tener un punto de emoción añadido.
La sinfonía tiene una organización en cinco movimientos, aunque los tres centrales forman una unidad, mientras que primero y quinto tienen una mayor relación estructural. Con una enorme plantilla orquestal –como es habitual en Mahler– comenzó este primer movimiento con una potente y rotunda llamada de un instrumento infrecuente, el tenorhorn –trompa tenor–. Tal vez precisamente por lo atávico de esa llamada, a la propia orquesta le costó centrar su sonido unos cuantos compases, pero, en cuanto se produjo la transición a la sección principal, se pudo apreciar el sonido armado y rico que tiene.
El movimiento, de carácter enérgico y con un ritmo de marcha lenta responde a la perfección al genio creador incontrolable de Mahler: un tema romántico en los violines, de apasionado lirismo, que se lleva todo el protagonismo, esconde bajo su acaloramiento otro tema rítmico y decidido en los metales y la percusión, mientras las cuerdas graves realizan verdaderas fantasías armónicas y las maderas recrean un tema anterior, del que las trompas se hacen eco. Conseguir que todo esto fuera comprensible para el oyente atento, supuso una titánica tarea para el director de origen ruso Bychkov, por muy clara que sea la estructura sonata de este primer movimiento.
Los tres movimientos internos de la sinfonía encierran un peculiar scherzo entre dos piezas nocturnas. El primer nocturno –Nachtmusik– comenzó con unas llamadas en eco de las trompas, seguidos por motivos trinados, como cantos de pájaros, para desembocar en un tema de marcha sobre el que se va desarrollando el movimiento, hasta que se deconstruye y se va transformando en un vals de oníricos aires populares. La segunda música nocturna introdujo temas románticos en la cuerda, mezclados con cierto aire pastoril, acentuado por la participación de una mandolina y una guitarra. Sin la intervención de metales y percusión, probablemente Bychkov pudo haber obtenido de este movimiento más dulzura y sencillez pero, sin destacar respecto al resto de la obra, resultó algo más plano de lo esperado. Entre ambos nocturnos, un pesante scherzo con el carácter propio de la duermevela de una siesta en el bochorno de la tarde veraniega.
El último movimiento, con forma de rondó, volvió al sonido grande de timbales y metales. La sonoridad del ritornello recordó al primer movimiento. Asimismo, cada sección del rondó mostró una vaga semejanza con los distintos temas interpretados a lo largo de la obra, en un juego que –una vez más– dejó claro ejemplo de la genialidad y el dominio temático de Mahler que, valiéndose de armonías, ritmos y la utilización del mismo tipo de orquestación, recuperó la sensación de familiaridad pese a que temas y melodías no fueran las mismas. Bychkov dirigió sin espacio para bailes ni aspavientos, marcando el control con una mano derecha elocuente e inquebrantable –al contrario que la izquierda, discretamente meliflua– y una mirada a la que no se le escapó detalle. La sección final, con numerosos cambios de tempo, giros armónicos y variedad melódica –suficientes para conformar una sinfonía en sí misma–, emprendió un camino ascendente hasta la apoteosis final, que sonó con un marcado sabor a final de festival, que el público aplaudió como tal. Habrá que dejar el concierto previsto para esta noche como una propina y celebrar con este éxtasis mahleriano el final de la Quincena.