Periodista, especializado en información cultural / Kazetaria, kulturan espezializatua
Interview
Albert Serra
Cineasta

«Al espectador le ofrezco una experiencia única, no me interesa su dinero»

Nacido en Banyoles (Girona) en 1975, es un fijo del Festival de Cannes desde que en 2006 presentase ‘Honor de Cavalleria’. Autor de obras tan radicales como ‘Historia de la meva mort’ o ‘Liberté’, este año compitió por la Palma de Oro con ‘Pacifiction’, que acaba de llegar a las salas.

Albert Serra, autor de ‘Pacifiction’, que acaba de llegar a las salas.
Albert Serra, autor de ‘Pacifiction’, que acaba de llegar a las salas. (J.DANAE | FOKU)

En ‘Pacifiction’, Albert Serra se sirve de un alto comisionado del Gobierno francés con mando en una remota isla de la Polinesia para reflexionar sobre el ejercicio del poder en un ambiguo thriller sostenido sobre la idea de pérdida de la inocencia. Las tensiones entre colonialismo y neocolonialismo palpitan en un paisaje paradisiaco dominado por la corrupción.

En una entrevista usted decía que la ficción resulta útil para depositar lo peor de nosotros mismos. Ese es un pensamiento que aparece acentuado en ‘Pacifiction’ ya desde el mismo título, ¿no?

Lo que está claro es que si quieres expresar una cierta desesperación, la ficción es el sitio ideal para hacerlo. Porque, además, la ficción te permite enunciar las cosas sin afirmarlas, sin que tengas que defender ninguna opinión, ni ninguna certeza, te sirve simplemente para expresar tu angustia. En el caso de ‘Pacifiction’ lo que hay es un intento por mostrar esa parte oscura que existe en las élites políticas, en esos ambientes desde donde se rige el destino de la humanidad.

¿La política es una ficción? Tal cual la muestra en la película, parece que sea una actividad que se define sobre esas tensiones entre la necesidad de arrojar luz y la de perpetuar el oscurantismo.

Lo que está claro es que cuanto más oscuro es el problema que se aborda, más opaca es su gestión, sobre todo cuando se trata de un problema en cuya naturaleza se cruzan intereses geopolíticos, militares y económicos y que, como tal, se dirime en las más altas esferas, sin que el vulgar ciudadano tenga nada que decir al respecto, por mucho que se vea directamente afectado. Mi película juega un poco con eso, pero también lo hace como forma de liberación, mezclando rigor y ligereza, porque la política también es eso: un espacio donde se mezcla lo real y lo inverosímil. Hoy vemos escenarios políticos que parecen una broma surgida de la imaginación de un artista o de un creador de ficciones.

El protagonista de su película parece un representante del viejo orden colonial donde las relaciones de poder y sumisión eran diáfanas, frente al carácter tenebroso de esos otros personajes que parecen representar ese neocolonialismo que ejerce su ascendiente en la sombra.

La dignidad de ciertos puestos o de ciertas instituciones que nos representaban a todos parece como si se hubiera perdido y la propia imagen que emanaba de esas figuras se ha ido oscureciendo hasta perder su aura. Es lo que yo llamo el ‘trash’ contemporáneo. Mantener una actitud pura, o conseguir una imagen de pureza en esos enclaves coloniales, se antoja por lo tanto una entelequia. Ya no es que esos lugares paradisiacos hayan quedado contaminados por la huella de la civilización sino que quienes los habitan han perdido ya totalmente su  inocencia. El idealismo ha desaparecido, es el puro interés lo que gobierna el mundo y no queda otra que aceptarlo.

A pesar del peso que tiene el tema político en la película, da la sensación de que su génesis nace del deseo de retratar unos paisajes paradisiacos y explorar la decadencia que hay en ellos ¿Fue así?

La idea inicial era la idea del paraíso perdido, la de explorar el reverso tenebroso de ciertos lugares de gran belleza y constatar la dificultad de encontrar un alma pura. Porque contar una historia sobre el ejercicio del poder en un marco como el que procura la Polinesia, con esos paisajes de postal, resultaba mucho más estimulante para mí que hacerlo entre las paredes de un ministerio. Genera una hipnosis distinta en el espectador. En medio de ese contraste emerge el tema colonial, pero lo hace casi como un símbolo de nuestra propia decadencia porque, en el fondo, mientras haya ricos y pobres, esas relciones de poder y sumisión que definen el colonialismo, van a estar ahí. De ahí también esa apuesta por los diálogos como algo opaco: en lugar de arrojar luz sobre determinadas cuestiones, lo que hacen es oscurecerlas aún más.

¿Por qué le interesa tanto la idea de decadencia unida a la del ejercicio del poder?

Visualmente es más interesante, el crepúsculo o el ocaso ofrecen imágenes más seductoras. Tolstoi decía que «las familias felices no dan buenas historias». Es algo que, por desgracia, viviremos para comprobar porque no parece que se avecinen tiempos de paz y estabilidad precisamente, pero al mismo tiempo esas tensiones, para los que contamos historias, resultan mucho más estimulantes. ¿De qué nos vale crear imágenes perfectamente estables y comprensibles sin ningún tipo de peligro latente? No intriga a nadie eso. Si hay que crear emoción, hay que situarse al borde del abismo y mostrar el inicio de esos procesos de decadencia.

¿Cómo encaja ese discurso sobre un cine al límite en un mundo dominado por las plataformas y la homologación del audiovisual?

Yo creo que va a haber un cambio de tendencia. Esa idea de confortar al espectador, que ahora mismo ha alcanzado su punto álgido a través de las series, que representan el entretenimiento puro y duro en el peor sentido de la palabra, está próxima a agotarse. El espectador va a quedar tan saturado por ese falso confort que seguramente se mostrará receptivo a cualquier propuesta que le permita vivir una experiencia diferente. El cine de Hollywood de los años 50, con esa imagen idílica de la realidad, también participaba de esa misma divisa, pero el público de entonces mantenía un nivel de inocencia del que hoy carecemos. Ahora vivimos instalados en el cinismo y esas películas que buscan únicamente confortarnos crean una sensación de vacío fuerte en el espectador. Ese tipo de producto únicamente busca el dinero del público, pero a mi como creador no me interesa sacarle nada al espectador, al contrario, yo le doy, le ofrezco una experiencia única. No me interesa su dinero. Y hemos de agradecer que en Europa aún se permita esa generosidad a los creadores.

Pero en este sentido ¿Europa no representa también una suerte de paraíso perdido?

Pienso que Europa es el último vestigio donde a través del arte es posible alcanzar una forma de fraternidad entre los pueblos. La autoconciencia de esa tradición cultural es la que nos distingue de los neoliberales anglosajones. Si desaparece eso ¿qué nos queda?

Pero aquí tampoco estamos a salvo de ese tsunami neoliberal.
Es triste constatar que, efectivamente, en Europa estamos adoptando esa tradición. Pero lo peor es que abrazamos ese neoliberalismo de manera muy tenue. Porque si lo hiciéramos de manera radical, si siguiéramos a pies juntillas el modelo anglosajón, es probable que emergieran nuevas formas de fraternidad como respuesta a esas políticas. Pero lo malo es que estamos abrazando ese neoliberalismo a medias, sin abandonar las formas de confort fácil que nos ofrece la socialdemocracia. Al final estamos en un impasse donde hemos renunciado a una parte de nuestra tradición para nada, porque lo que estamos adoptando es un falso neoliberalismo, aquí nadie inventa nada, en Europa todos son bancos, aseguradoras y concesiones del Estado. Y eso no es neoliberalismo es un robo, un saqueo de las arcas públicas

De hecho, usted ha manifestado su desprecio hacia el llamado ‘cine español’ atendiendo a la cantidad de recursos que consume del Estado.

El tema no es que consuma recursos públicos, es que los consume para nada. Yo asumo que el Estado subvencione determinados proyectos ligados a eso que se llama ‘alta cultura’ como la ópera o el cine de autor serio, que ofrecen obras difíciles, complejas. Habrá gente que diga que ni siquiera ese tipo de arte merece recibir dinero público y puedo llegar también a entenderlo. Pero lo que es un disparate es que esos recursos públicos vayan hacia medianías que pretenden llegar al gran público y hacer industria pero que, al final, ni va a verlas nadie ni representan ningún tipo de logro estético o artístico. Llevamos ya mucho tiempo así y prueba de ello es que pocas películas españolas tienen presencia en festivales internacionales. De todas maneras a mi hablar de ‘cine español’, de ‘cine francés’ o de cualquier ‘cine nacional’, se me antoja, a estas alturas, algo obsoleto, son conceptos que operan como refugio de la mediocridad.

No obstante, el cine realizado en naciones como Euskal Herria o Catalunya sí que parece tener reconocimiento últimamente.

Bueno, allí hacemos cosas más en los márgenes, unos márgenes que no vienen definidos en términos territoriales sino estéticos. Allí hay gente con unas inquietudes formales que los lleva a plantearse hacia donde puede expandirse el cine sin perder su esencia. Esos planteamientos están dando lugar a obras bastante radicales y libres.

Antes hablaba del peligro que representa el consumo de contenidos vía internet a la hora de conseguir un público favorable hacia ese cine libre y radical ¿cómo valora la alianza de un Festival como el de Donostia con tik tok?

No creo que ese sea el camino correcto pero, bueno, ellos sabrán. Hombre, si los de tik tok dan dinero a cambio de nada daría un poco lo mismo, pero si es a cambio de algo, ese algo, en un 99% de los casos, seguro que no representa nada positivo ni para el bien del cine ni de la Humanidad en general.