Andoni Lubaki
Fotokazetaria / Fotoperiodista

A tiro de fuego ruso en el frente de Marinvka, en el Donbass

El día comienza tranquilo. El frío intenso congela la puerta del viejo todoterreno alquilado y tenemos que esforzarnos para abrirlo. El frío en el Donbass es un factor muy importante a tener en cuenta si uno no quiere que la jornada tenga demasiados sobresaltos.  

Nos subimos al coche junto con el equipo de la televisión pública portuguesa (RTP) y conducimos a la zona donde el oficial de prensa, Ivan (nombre ficticio por seguridad) nos espera. Queremos comprobar  in situ si lo que sostiene la prensa occidental, a través siempre de las notas de prensa del Ministerio de Defensa ucraniano, es cierto: Rusia intensifica sus ataques en la región. Según varias informaciones, el Ejército ruso utiliza tácticas de artillería y emboscadas inéditas, y emplea morteros de pequeño calibre para sacar a los ucranianos de sus trincheras del bosque. Así, tras un ataque, la infantería rusa podría esconderse rápidamente.

El acceso al frente siempre suele pedirse, como mínimo, con un día de antelación y el punto de encuentro no se revela hasta el último momento. Muchas veces cambia también a última hora por motivos que no están claros (siempre aseguran que es por nuestra seguridad). Llegar por cuenta propia está prohibido y resulta demasiado peligroso conducir en el laberinto de pistas del este de Ucrania. Puedes tomar el desvío incorrecto y encontrarte en territorio bajo control ruso.

Los GPS no funcionan aquí. Es terreno totalmente militar. Ni siquiera te puedes fiar de los mapas del Ejercito ucraniano. Ni de los soldados de los controles de carretera, que muy pocas veces reciben información más allá de lo que pasa en su punto de control. Llegar lo más seguro al frente implica pasar por algún mando superior del Ejército de Kiev. No hay otra.

Un soldado ucraniano en el frente de Marinvka. (Andoni LUBAKI)

Ivan nos deriva a un comandante de la división al cargo de este lado del frente de Marinvka. No quiere saber nada de periodistas. «Es demasiado peligroso», pero si queremos nos enseña una metralleta. Le recordamos que nos habían prometido poder hablar con soldados de infantería para hacerles preguntas en la primera fila. La respuesta siempre es «Niet» (no en ruso). Tras insistir, accede a llevarnos a un sitio con un soldado de las fuerzas especiales del oeste de Ucrania que habla inglés. Hay que esperar para que todo sea «lo más seguro posible». Dos horas.

Comenzamos con Mikhail como copiloto (nombre ficticio del soldado de las fuerzas especiales que nos acompaña ). Da instrucciones al conductor para que tome referencias en caso de  tener que huir. Eso significaría dejarnos atrás, nos decimos bromeando. Al frente siempre se accede en dos coches y dice que el que mejor sabe regresar siempre tiene que ir detrás para cuando haya que dar la vuelta.

A mitad de camino, y a unos cuatro kilómetros de las posiciones a donde queríamos llegar, un tanque cierra el camino. Mikhail se pone nervioso y grita «¡Se supone que no debería estar aquí!».

La tensión es palpable cuando no vemos ni un logo del Ejército ucraniano en el tanque. Nada. Es inútil gritar ya que los que están dentro del blindado no nos oyen. Le pregunto si el tanque es ucraniano y el responde con voz entrecortada «No lo sé». El tanque dispara hacia la zona bajo control ruso. «Es de los nuestros», nos tranquiliza Mikhail.

La única opción que ven los militares que nos acompañan (dos, ya que el comandante ha decidido finalmente unirse a nosotros) es bajar del coche rápidamente y dirigirnos hacia el blindado por la parte trasera. Ya ha disparado y puede moverse.  Nuestro conductor nos deja en tierra de nadie y, junto al coche que estaba detrás, se da la vuelta. «Un kilómetro. Nos toca correr», dice Mikhail con cara muy tensa y los ojos salidos.

Los coches desaparecen en la carretera por la que hemos venido. Las bromas que nos hacíamos uno al otro, en esta tierra de nadie y al alcance incluso de los kalashnikov rusos, nos hielan en la sangre

El tanque se queda inmóvil, pero el motor sigue en marcha. Mikhail manda a todos mantener una distancia de 10 metros entre nosotros para que no sea fácil para los rusos disparar al grupo. Él va primero. Cerrando la fila de dos periodistas, el comandante grita «¡rápido, rápido. Los rusos nos pueden ver, estamos a tiro en mitad de la nada».

El periodista que nos acompaña es Antonio Mateus, reportero de 64 años con 40 años de experiencia en zonas de conflicto como Ruanda, Sudáfrica, Angola, Somalia, Congo, etc. Se le nota la tensión en la cara. No hay experiencia que pueda quitarte el miedo que sientes cuando estás en una situación tan  delicada. Más aun cuando notas que los soldados que están contigo están igual de asustados que tú. El sonido del miedo cruje alrededor.

Nada más pasar el tanque por su parte trasera, oímos el ruido de una explosión cercana seguido de un silbido que se acerca a gran velocidad. El obús lanzado por algún tanque ruso a nuestra posición pasa a escasos cuatro metros de altura y revienta a 50 metros de nuestras posiciones. El aire al pasar a nuestro lado hace que perdamos el equilibrio momentáneamente. Ya en el suelo Mikhail manda quedarnos quietos. «Si yo me muevo, vosotros os movéis, si yo me tiro al suelo vosotros os tiráis al suelo. Entendido?».

Rápidamente nos movemos hacia el campo que está a nuestra izquierda. Al entrar en él hay una señal: «Minas». Tendremos que cruzar un terreno minado y hacer un recorrido mucho más largo que el kilómetro del principio. La única opción que queda es llegar por la parte delantera a las trincheras de los ucranianos, encarando su posición y dando la espalda a las tropas rusas. Los coches no van a volver, ya que serían alcanzados por la artillería. Hay algún tanque cercano escondido.

Nos atacan con morteros

Los disparos no cesan. Ahora también de mortero y algún silbido de bala resuena encima de nuestras cabezas. Todo es confuso. Entre andar detrás de los matorrales, echarte al suelo y el nerviosismo,  te falta aire. Mucho aire. No noto el pie del frío. Me doy cuenta que una esquirla de mortero se ha quedado clavada en la zapatilla y ha abierto una raja sin provocar heridas, por donde la nieve ha entrado. Duele tanto el pie del frío que me cuesta ponerme de pie ya que no lo siento al apoyar mi pierna.

Pero la necesidad, pese a un frío intenso como agujas que se clavan en la planta, hace que me levante y corra. Cuando vuelve a tocar echarse al suelo compruebo si la cámara sigue grabando y noto cómo un ojo me escuece. Lo toco suavemente. Por un momento pensé que no tenía ojo izquierdo, ya que muchos entrevistados en mi carrera aseguran que en pleno fragor perdieron el ojo y no se dieron cuenta hasta después de varios minutos. El mío sigue aquí, donde siempre. Pero escuece.
Los escasos cuatro kilómetros que nos faltan por cubrir se hacen eternos. Los rusos siguen disparando a nuestras posiciones. El chaleco y el casco pesan mil veces más que por la mañana.

Por fin, y después de mucho andar y correr bajo el asedio de la artillería y morteros rusos, llegamos a la trinchera ucraniana. La comunicación con el exterior no es segura, ya que pueden detectarnos. Toca esperar en una aún muy peligrosa posición, pero infinitamente más segura que la que acabamos de dejar atrás.
Han mandado unos helicópteros para «limpiar la zona». Desde las trincheras los divisamos a lo lejos y vemos cómo disparan bombas a una posición un poco más lejana. Es la primera vez que me siento seguro en una trinchera de la primera línea del frente.

Después de horas de espera y sin comunicación con el exterior, toca regresar. La diferencia es que ahora sabemos a lo que nos vamos a enfrentar y el miedo aparece nada mas salir del agujero en el suelo que llaman trinchera aquí. El pie derecho duele horrores, aunque menos que antes. Corremos de nuevo o andamos a paso ligero a diez metros de distancia uno del otro.

Mikhail ordena a medio camino echarnos en el suelo. Se adelanta y nos deja en una posición detrás de unos matorrales «Voy a llamar a los coches para ver si pueden venir a buscar. Ahora sí podemos llamar por radio». El tiempo pasa y Mikhail no viene. El comandante que nos acompaña, el único militar de entre nosotros, se impacienta.

A los pocos minutos nuestro conductor aparece en el vetusto coche que alquilamos en Zaporiyia. Corremos y entramos dentro del vehículo como podemos. A todos nos duele algo,  pero en ese momento no lo sabemos. La adrenalina es un perfecto sedante.

El coche corre todo lo que puede por encima de los baches y de los agujeros de estas pistas, en parte heladas y en parte embarradas. Pero no queda otra que pisar el acelerador, hay que salir de este camino tan expuesto lo más rápido posible.

Nos creían muertos

A la vuelta, las referencias que nuestro conductor tomó son cruciales para no perdernos. Se hace de noche y no podemos encender las luces para no ser vistos. 

Al salir de la zona de peligro uno de los militares que nos seguía en otro coche antes de toparnos con el tanque nos asegura que pensaba que habíamos muerto en el primer disparo. Mikhail le cuenta lo que ha pasado. Gracias a que dos helicópteros ucranianos dispararon a las posiciones de cuatro soldados rusos que estaban esperando a emboscarnos cuando regresáramos al punto de partida podemos contarlo, dice otro militar que ha venido para asegurar a su superior que estamos bien. «Nunca en toda mi carrera militar desde hace quince años he estado tan cerca de morir», asegura el comandante que nos ha acompañado cerrando fila mientras suspira y da un abrazo a otro comandante de la zona en un claro gesto de alivio.