Cuerpos recortados. Negro sobre negro. Un espacio escénico acotado por telas y luces. Un espacio sonoro creado en vivo que proporciona latidos, reacciones bioquímicas que atraviesan telas, acotaciones lumínicas que provocan en unos cuerpos danzantes una reacción asimétrica. Unos botines de baile flamenco rozan un suelo sonorizado en una explosión de agentes comunicativos, una avanzadilla de una infantería de signos, bailes, movimientos y gestualidades que van cuajando un lamento, una afirmación o un desafío.

Enfrente, a modo de espejo, a modo de sombra, a modo de duplicidad, otro cuerpo con zapatillas silentes, sus movimientos no vienen precedidos por ninguna señal acústica, pero sí por una actitud, una aproximación, una manera de contenerse en la reiteración de movimientos, de apuntes gráficos de un lenguaje que ocupa una parte fundamental y solidaria de ese lienzo que mantiene la fidelidad al blanco y negro, a la señorial presencia de un sombrero cordobés y una txapela, de unos pies que se mueven de manera insaciable, que atraviesan láminas de luz, que parecen estar atrapados en un misticismo de la belleza en estado previo al renacimiento.

Un músico ecuménico, un dantzari y un bailador se fusionan, se recomponen, se reconstruyen desde su propia singularidad para elevar el instante efímero del arte sublime hasta cotas difíciles de codificar. Esos cuerpos recortados en el espacio escénico conforman un poema multicultural, una proclama por la reconciliación con la universalidad del arte como forma de convivencia.